martes, 25 de octubre de 2016



                                                   LA CASA DEL DUENDE



Hubo ya un duende en la calle de la Soledad, en la vivienda que habitaba un tal Martín. Zascandileaba por la casa haciendo de las suyas. El mover objetos sin fuerza visible que los empujase, los ruidos a deshoras, el cambiar las cosas de lugar y sobre todo la sensación continua para aquella familia de que alguien más vivía con ellos constituían una auténtica pesadilla. Es cierto que el duende no se materializó nunca físicamente pero de su presencia quedan pocas dudas pues, aparte de las molestias ocasionadas por las travesuras de los duendes, este llegó incluso a hablar.

Entre las fechorías del duende de la calle de La Soledad, se asegura que hacía bailar las tenazas de la lumbre y que andaban muchas veces tintineando y haciendo amagos de elevarse. En los poyales los vasos y tazones entrechocaban sin explicación alguna. Las llares oscilaban sin motivo y los cedazos se movían sobre sus varetas sin que nadie los impulsara… Pero quizás el suceso más espeluznante que se atribuye a la presencia del duende en la casa de la calle de La Soledad es la súbita aparición de una niña sentada en un asiento del portal. Nada tendría este hecho de particular si no fuera porque aquella criatura, hija de los habitantes de la casa, había fallecido hacía algunos años.

Se cuenta que Martín, el cabeza de familia, estaba ya cansado de que fuertes golpes lo despertasen a media noche, de que le desapareciesen enseres o cambiasen de lugar, de que cobrasen vida propia objetos inertes. Nadie en la casa vivía en paz con la presencia de aquel ente. Y aquella aparición de la niña había llenado de temor a la familia. Así que el propietario decidió abandonar la vivienda de la calle de la Soledad y trasladarse a otra limpia de espíritus o de duendes.

Cuando Martín creyó haber encontrado otra casa que respiraba paz comenzó a preparar el traslado. Dispuso unos baúles para ir poniendo en ellos lo que cupiera, cuando el duende, enterado de la inminente mudanza, preguntó al dueño de la casa:

- Martín, ¿nos mudamos?

El uso de “nos mudamos” en primera persona indicaba, claro está, que el duende también se apuntaba al cambio de casa. El hombre se dio cuenta de que no se libraría de aquella molesta compañía, así que, desanimado, se puso a deshacer el baúl y dijo:

- Pues para eso, bien estamos.

Martín y su familia siguieron viviendo en la casa de la calle de la Soledad y soportaron estoicamente los inconvenientes de compartir su hogar con un duende.




Existe otra leyenda sobre casas encantadas que tuvo mucha más repercusión en el pueblo y que refiero a continuación.

La calle de la Traviesa o de la Travesía contó entre sus construcciones con la llamada Casa del Duende. Hoy ese espacio se ha visto reducido a un solar tras sufrir la antigua vivienda que se alzaba en ese lugar un largo proceso de deterioro hasta llegar a su ruina, y posteriormente ha sido transformado en corral.

La casa del duende era una vivienda humilde, de estructura tradicional: un portal a la entrada, al cual daban dos dormitorios y la escalera de la cámara. La cocina, en el interior, como en la mayoría de las viviendas alcarreñas, sin ventanas. Desde la cocina se accedía a un cuarto oscuro donde se hallaban las cantareras, algún arcón, los poyales y diversos enseres para el servicio de la casa.

Se echaba de ver que la casa de la calle de la Traviesa era de condición muy modesta por sus reducidas dimensiones, su mobiliario escaso y pobre y especialmente porque el suelo del portal no estaba embaldosado sino que era de tierra, continuación del de la calle.

En los tiempos en que tuvieron lugar los sucesos propiciados por el duende, habitaba la casa un matrimonio con tres hijos. Sus quehaceres, como los de la mayoría de los habitantes del lugar, giraban en torno al cultivo de la tierra y la crianza de algunos animales de corral.

La familia que vivía en la casa en cuestión comenzó a oír extraños ruidos. Los fuertes golpes tras los muros y techos de la casa crearon gran desconcierto entre sus moradores. Al poco de comentar, preocupados, el suceso con familiares y personas allegadas, la noticia se difundió por todo el pueblo.

Acudieron curiosos para oír dar al duende, entre los cuales había muchos desconfiados y también muchos crédulos. El problema es que no había modo de encontrar la procedencia de los golpes que hacían estremecer los muros, tintinear las tazas y oscilar todo lo que pendía.

Se extendió la noticia de que la casa de la calle de la Traviesa estaba encantada, o, lo que era peor, endemoniada. Y como en cuanto se mentaba a Lucifer, la iglesia tenía ya jurisdicción, hombres de Dios y liturgias para practicar exorcismos, fue llamado el señor cura para que procediese a limpiar de espíritus demoníacos aquella morada.



La vivienda se llenaba cada tarde de rezadoras, charlatanes, fisgones, detectives, escépticos y algún que otro socarrón que acudía, más que nada, para ridiculizar a quienes creían a pies juntillas en el trasgo. Mientras se aguardaba a que el duende comenzase su actuación, los presentes organizaban partidas de cartas o charlaban animadamente del tema que fuese. Hasta el momento en que el dueño de la casa, como si tuviese una premonición, avisaba de que el duende iba a dar. Entonces un silencio casi fúnebre se propagaba por toda la casa. Todos los presentes mudaban sus gestos y se disponían a aplicar el oído para escuchar el extraño fenómeno. Al poco, el duende comenzaba a atizar zambombazos a diestro y siniestro llenando de temor a los congregados. Los golpes eran secos y profundos y hacían estremecer hasta los cimientos de la vivienda. En palabras de algunos de los testigos, era como si alguien golpease con fuerza con una maza ora sobre los mismos cimientos ora sobre los muros o los techos de la casa.

Por supuesto, se buscó por toda la casa, hasta el último rincón, se registró la cámara y se descendió al semisótano. Se reconocieron las casas y tinadas colindantes. Alguien sugirió que podría tratarse de las cadenas de las mulas de una cuadra próxima. Pero en ningún momento se dio una explicación plausible de lo que sucedía.

Se especuló también con si alguien de la casa habría cometido algún delito grave y aquellos golpes eran la voz de su conciencia arrepentida. Pero fuera como fuese, lo cierto es que tampoco los ensalmos y liturgias del cura, que un día se acercó a la casa con sus rezos, jaculatorias y conjuros, consiguieron silenciar los ruidos ni arrojar al espíritu que habitaba la casa.



Como el asunto no se complicó más, es decir, que no se registraron visiones o apariciones, el suceso fue perdiendo interés por parte de los mismos que lo habían alimentado. Y así el pueblo, poco a poco, olvidó que en aquella casa sucedían fenómenos paranormales.

Otras familias habitaron la casa de la calle de la Traviesa posteriormente, pero no volvió a oírse nada sobre el duende.


Sin embargo, a quienes hemos oído una y otra vez el relato de aquellos sucesos inexplicables se nos antoja un tanto absurdo el pensar que aquella peripecia fue solamente un fenómeno de psicosis colectiva, sin más. 

domingo, 2 de octubre de 2016



                                            VIEJAS   PALABRAS


Ofrecemos una nueva entrega de palabras pertenecientes al léxico de Cuevas de Velasco. 
Sería un error considerarlas solamente palabras de gente inculta, pues algunas son bellísimas y aportan soluciones muy precisas para nombrar diferentes cosas.



Afolinchar 

1. intr. Emplear tiempo y esfuerzo en una tarea sin obtener grandes resultados. Bregar mucho y rendir poco.

La única noticia sobre esta palabra la hemos encontrado en la red, en un compendio del habla de Fuertescusa, pueblo de Cuenca.


Agonías

1. m. Persona derrotista. Individuo pesimista. Sujeto que ve siempre las cosas negras, agranda indicios negativos y exagera adversidades antes de que lleguen.

Cor. Del lat. AGONIA, ‘lucha’, ‘angustia’.



Ánima

1. f. Persona vestida de negro, con la cara tapada que realiza petitorias en favor de la Hermandad de las Ánimas durante la celebración del Carnaval. Suelen ir en pareja y llevan siempre un vastugo para ahuyentar a los muchachos, pues es tradición que no deben desvelar su identidad. Llevan una campanilla para anunciar su llegada, un monedero y una cesta para recibir los presentes.

He oído la campanilla; prepara unas monedas que vienen las ánimas.

Drae. Del lat. ANĬMA, y ésta del gr. ανήμοσ, ‘soplo’.



Aparranarse 

1. intr. Arrellanarse. Acomodarse en algún asiento, banca o lecho de forma relajada y despreocupada.

Venga, hombre, que hay mucho que hacer y estás ahí aparranado todo el día en la banca.

Cor. No apunta un origen seguro, pero sugiere el étimo PARRA, en cuyo caso las soluciones apanarrarse y panarro se habrían producido por metátesis.

Rae. Aporta el término panarra, ‘hombre simple, tonto’. En el Rae de 1737 se definía panarra como ‘simple, mentecato, dejado y flojo’.



Baile de la Carrasquilla

1. m. Baile común a varios lugares, perteneciente también al folclore del pueblo de Cuevas antiguamente.


Es el baile de la Carrasquilla
Que es un baile muy disimulado
Que en hincando la rodilla en tierra
Todo el mundo se queda parado.

A la vuelta a la vuelta, Madrid,
Que ese baile no se baila así,
Que se baila de espaldas de espaldas.
Señorita menea las faldas,
Señorita, menea los brazos
Y a la media vuelta se dan los abrazos.



Berchín

1. m. Seta venenosa de tallo delgado y frágil, con sombrerillo en forma de apagavelas. Es muy común en las umbrías de lugares despoblados, ruinas y alrededores de los pueblos.

Ninguno de los textos consultados informa sobre este término.


   
                         


Brochero 

1. m. Agujero de grandes dimensiones practicado en una superficie. Herida importante.

Manuel Gargallo en su estudio Notas léxicas sobre el habla de Tarazona y su comarca, menciona la voz brochalera, ‘herida alargada con hematoma’.



Cachoza

1. f. Choza. Cabaña. Construcción de niños para ocultarse y para realizar sus juegos a cubierto.

Los chicotes están haciendo una cachoza en el arreñal.

Hemos encontrado esta voz en el Diccionario galego-castelán, de X. Luis Franco Grande, donde se define como ‘cueva debajo de las raíces de algún árbol, que sirve de abrigadero’. Es perfectamente reconocible la voz choza, por lo que habría que pensar que se trata de la mencionada palabra con la prótesis ca- que podría ser un prefijo con el valor de casa.


Cáncano 

1. m. Insecto, piojo, pulga.

DRAE. Explica que esta voz es coloquial y de origen incierto.

Cor. Cáncano puede tener su origen en el lat. CANCER, CANCRI, ‘cangrejo’, con paso de cancro a cáncaro y a cáncano. Sugiere que puede tratarse de una comparación semántica irónica de los piojos con otro mal de mayor gravedad.

En Cuevas se usa como eufemismo para evitar el término piojo

                              


Dormido 

1.m. Bollo muy típico de Cuevas de Velasco con aspecto tostado por fuera y por dentro con la textura de un bizcocho jugoso, dulce y esponjoso.

Voy a mojar esta miaja de dormido en vino, que hay que ver lo rico que está así.

Recibe el nombre de dormido porque la masa se dejaba reposar, dormir, durante la noche.

Los ingredientes para una canasta son: 1´5 l de aceite de oliva, 1´5 l de agua, 750 gr de azúcar, levadura, 1 docena de huevos, lo que admita de harina. Para la preparación se pone en un recipiente la harina y se añade el aceite, tibio, los huevos batidos, el agua, el azúcar y la levadura. Se amasa como para el pan: No conviene dejar la masa demasiado correosa ni demasiado tiesa. Se tapa el barreño y se espera hasta que suba la masa. Luego se hacen los dormidos, ovalados o redondos, y se sientan sobre papel untado de manteca. Untar por encima con huevo batido y azúcar. Cocer en el horno hasta que estén bien dorados.

Se solían hacer para la siega y se servían como desayuno a segadores y acarreadores con un buen vino o con anís. Para las fiestas de El Cristo, en bodas o grandes celebraciones se tomaban con chocolate.

                      


Flic /flis

1. m. Aerosol, ambientador o insecticida. 

Se trata de una popular marca de insecticida que se popularizó el siglo pasado. Venía en un aplicador de latón recargable. El producto comercial se llamaba flit. Por lo insólito de la terminación en español acabó rebautizándose como flis o flic.
                      


Garrilla

1. f. Mano de un niño, dicho de forma cariñosa y no exenta de ternura.

Los nenes están en la fuente, con las garrillas en el agua, raneando.


Gigante bolilla

1. Expresión usada en las frases “llevar alguien a gigante bolilla”, “ir a gigante bolilla”, “montar a gigante bolilla” y otras con estructura semejante. Significa que se sube a un niño a horcajadas sobre el cuello del adulto, sujetando sus manos con las del adulto y con las piernas cayendo sobre el pecho de la persona mayor.

Debe tratarse de una creación local pues no lo encontramos en ningún texto. 


Gurrupéndola 

1. f. Oropéndola. Ave de tamaño mediano, de plumaje amarillo con las alas y la cola negras. Cuelga su nido con hebras y espartos de una rama horizontal, a modo de un columpio. Su canto es muy característico consistente en un potente silbido con dos o tres registros.

La gurrupéndola hace el nido en la Rivera.

Esta palabra tiene relación con el término empendolar, pues procede de la misma raíz. Su forma peculiar en Cuevas parece el resultado de una creación expresiva. Encontramos por otros lugares tanto gurrupéndola (Aragón) como guropéndola (Extremadura).

Cor. Del lat. AURUM, ‘oro’ y PENDOLA, ‘pluma’, es decir ‘pluma de oro’ o ‘pluma dorada’, aludiendo al color del plumaje del ave. Afirma Cor. Que debió existir en lat vulgar un término *AURIPENNŬLA, ‘oropéndola’.


                            
Hornillo

1. m. Cavidad en forma de cilindro excavada o construida generalmente en un declive, con una capacidad aproximada de entre cuatro y seis mil litros, abierta de arriba abajo por un cuarto de su superficie lateral, que servía para quemar piedra caliza con el fin de obtener yeso y cal. En el interior de este hueco cilíndrico se colocaban las piedras, formando una bóveda y dejando bajo ella un hogar u hornacha donde quemar el combustible, leña, con el que se calentaban las piedras recogidas por las inmediaciones del hornillo o por cualquier paraje del pueblo. Sometidas las piedras a altas temperaturas durante varias horas, perdían su consistencia al evaporarse el agua y se deshacían con relativa facilidad, obteniendo así el yeso para las construcciones.

Se decía “quemar una caña de hornillo”.