sábado, 31 de octubre de 2015







                             LOS HOMBRECILLOS DEL GORRO COLORADO


   Se dice que hace mucho tiempo vivió en la villa de Las Cuevas de Velasco un hombre de costumbres extrañas, amigo de misterios y de tratos con el diablo.
   Tenía este personaje algunas tierras de las que vivía, destacando un piazo en la Hoya Bartibáñez en el cual solía pasar muchas jornadas de trabajo al cabo del año.
   Como se sabe, las arcillosas tierras de estas vegas tienden a anegarse si no se las sanea debidamente. Hay que limpiar el río, los barrancos y las acequias, así como construir encañados para drenar las aguas freáticas que, de otro modo, los años húmedos cocerían los trigos y malograrían las cosechas.
   Tenía que realizar el tipo que nos ocupa unas complicadas y duras tareas de drenaje y limpieza del barranco que existe en el paraje de la Hoya, por lo cual requirió el concurso de una nutrida cuadrilla de jornaleros. Había trabajo para varios hombres a jornada completa durante una o dos semanas.
     La víspera del inicio de los trabajos,  el capataz de los peones contratados visitó la parcela de la Hoya Bartibáñez junto con el propietario de la tierra. Recorrieron el barranco, las hijuelas y los humedales. Discutieron largamente sobre el precio y al final, tras duras reticencias por parte del dueño del terreno, se ajustó el trabajo.
   Al amanecer del día siguiente los operarios se presentaron temprano en el tajo y cuál no sería su asombro al contemplar estupefactos cómo toda la faena a realizar se había ejecutado durante la noche como por arte de birlibirloque. No daban crédito a sus ojos. El trabajo parecía impecable, pero no alcanzaban a comprender cómo podía haber sido ejecutado en tan breve tiempo, en tan solo una noche, pues aquello parecía una labor para varias personas durante semanas.

   Alarmados por el suceso, volvieron al pueblo y se dirigieron a la casa de aquel fulano, dueño de la parcela de la Hoya Bartibáñez,  para preguntarle cómo podía ser aquello que sus ojos acababan de ver.

   El hombre, que, como era habitual, estaba ya a media mañana en la cueva y bien templado respondió a los peones:

-  No debe extrañaros que en una sola noche se haya realizado toda la tarea porque ayer tarde, cuando yo me volvía para el pueblo, vi venir a una muchedumbre de hombrecillos con el gorro colorao que se pusieron a trabajar como alanos en el barranco de la parcela.

   Luego rompió a reír a carcajadas con gran sarcasmo.

   Esta noticia llenó de estupor a los trabajadores porque no entendían bien a qué hombrecillos de gorro colorao se refería el propietario de la finca. Y por más que le preguntaron y pidieron explicaciones, el tipo se limitó a mostrar una sonrisa maliciosa sin aclarar lo más mínimo.

martes, 27 de octubre de 2015



LAS TUMBAS DE LAS CUEVAS DE VELASCO 




 Las sepulturas antiguas que existen en el término de Las Cuevas son de  dos tipos: las de forma trapezoidal y las del tipo “bañera”, predominando claramente las primeras. Solamente encontramos algún nicho aislado en el que se ha practicado una concavidad  redondeada en el lugar donde se sitúa la cabeza del cadáver, pero no hay forma tallada para los hombros del difunto, por lo tanto no puede encuadrarse claramente en el tipo de las antropomorfas. Este detalle es importante porque las tumbas antropomorfas suelen ser más tardías.
  
   Hay que destacar que las tumbas rupestres de Las Cuevas de Velasco están esparcidas por al menos nueve zonas, algunas muy próximas entre sí. El 90 % de ellas se encuentra en parajes vecinos, en una circunferencia de 300 m de radio. Igualmente es reseñable su número, pues suman más de 80 enterramientos cuando lo más habitual en este tipo de sepulcros es encontrar grupos muy reducidos, de cuatro, cinco o, como mucho, de diez nichos. 

   Los arqueólogos y estudiosos de las necrópolis en roca tratan aún de establecer qué motivó este tipo de enterramientos y el marco social y religioso en el cual solían desarrollarse. Unos insisten en que el binomio necrópolis rupestre y primitiva iglesia  es uno de los modelos más repetidos. Este es el caso de los enterramientos del pueblo de Cañaveruelas, donde se observan tumbas rectangulares y trapezoidales al lado de una primitiva basílica o iglesia también rupestre. Otros estudiosos piensan que las tumbas excavadas en roca suelen estar ligadas a eremitorios primitivos fundados en cuevas, ya sea naturales ya excavadas también en la piedra.

   En muchos casos los lugares de enterramiento se hallan aislados, alejados de cualquier núcleo de población actual. Y así sucede también en el caso de los cementerios de la vega de Las Cuevas.

   Las covachas abiertas en la roca en los parajes de La Peña del Aguililla, Valamelgo y El Perdigón en un principio nos sugirieron una relación con las necrópolis, sin embargo vemos elementos que no permiten establecer ese vínculo. Por un lado la distancia de casi dos km entre la cueva más próxima y el grupo  más numeroso de tumbas y por otro lado la aparición de recientes estudios que pueden acabar por adjudicar la construcción de estas espectaculares cuevas a la cultura del  Hierro II nos aconsejan mirar en otra dirección.

   En cuanto a la proximidad de lugares de culto, la iglesia románica más antigua de la comarca, ya en estado de ruina, es la de Caracena del Valle, a unos seis o siete km de La Losa y Valdemarón, de época muy posterior a las tumbas, como veremos. Sin embargo, existe la posibilidad de que las aldeas o poblados que enterraron a sus muertos en estas plataformas pétreas que emergen en la vega y sus lugares de culto coincidieran en el mismo espacio o en zonas aledañas.

   En el caso de La Losa, el morón sobre el cual aparecen las tumbas tiene una superficie de alrededor de 8000 m2, de los cuales  menos de la mitad están ocupados por la zona de enterramientos, mientras que la otra parte, la que queda próxima al antiguo camino de Huete, presenta estructuras y restos compatibles con algún tipo de asentamiento humano. Y algo parecido sucede en los otros lugares con tumbas. E incluso, como decimos, pudo haber una superposición  de las dos zonas, la de inhumación y la de residencia.

   En este supuesto, cabría la posibilidad de que los lugares de culto se encuentren también en el mismo peñasco sobre el que están las sepulturas. Y los vestigios existentes, lejos de desmentir esta hipótesis, nos encaminan hacia esa idea. Especialmente en la necrópolis de Valdemarón existen numerosos petroglifos y algunos tajos en las piedras. Abundan las cazoletas, algunas de ellas llamativas, con regueritas para recoger el agua de lluvia. Pero es una acotadura amplia, perfectamente geométrica y, por supuesto, ejecutada por el hombre lo que más llama la atención. Se trata de un rebaje en forma de T con la intención evidente de allanar el terreno. El calado de esta construcción llega hasta los 60 o 70 cm de profundidad en la roca y la superficie lisa así obtenida es de unos  40 m2.Es muy posible que se trate de la planta de una basílica primitiva o bien de cualquier espacio de culto o de preparación para el enterramiento.

   Las tumbas de Las Cuevas de Velasco fueron excavadas sobre roca arenisca, muy abundante por esta región. La mayoría de ellas están agrupadas y todas, salvo cuatro que se encuentran en Los Palomarejos, quedan orientadas al Este, es decir, la cabeza del difunto en el lado oeste y los pies hacia el este.  Destaca el conjunto de enterramientos de Valdemarón con una docena de sepulturas, de las cuales seis paralelas y próximas son de magnífica factura. Es posible que se trate del enterramiento de un grupo familiar. Dos de estos enterramientos están construidos muy juntos, como si perteneciesen a un matrimonio o a dos personas unidas por algún vínculo especial. Uno de estos dos individuos, a juzgar por lo monumental de su sepultura debió ser, sin duda,  una dignidad, ya fuera civil ya religiosa, de la comunidad. Este foso tiene labrado un rebaje para colocar la tapa mucho más marcado que las demás sepulturas, a modo de una prefosa, y cuenta también con un nicho en la parte de la cabeza del difunto y un llamativo cajetín rectangular de unos 25x18 cm sobre la encajadura de la tapa en el cual seguramente se colocó algún símbolo, posiblemente una estela funeraria o algún indicativo acerca de la identidad del personaje que allí yacía.

   La orientación Este, es decir, el cadáver dispuesto de modo que la cabeza estaba colocada al Oeste y los pies al Este, es la predominante por toda la geografía española en los lugares en los que existen estas necrópolis. El Este simboliza la luz, por contraposición al Oeste que sería el lugar de las tinieblas, y los cristianos son hijos de la Luz. Por otro lado, la ciudad santa de Jerusalén está situada hacia el Este. En los casos de una orientación diferente, como sucede con las cuatro sepulturas de Los Palomarejos, que miran hacia el Sur o el Sureste, puede tratarse de un error de cálculo, de facilitar el trabajo en la roca o  de garantizar la solidez y consistencia de la fosa.

   Por otro lado, esa es también la orientación de las iglesias en muchos casos. El ábside o altar mayor está situado al Este, como sucede con la iglesia de Las Cuevas o las de los pueblos de alrededor y, por cierto, como también estaría orientada la supuesta basílica rupestre de Valdemarón.
   Las fosas mortuorias presentan un encalado o blanqueado interior que ha formado con el tiempo una fina película. Se supone que el cadáver se disponía en posición de decúbito supino (hacia arriba) con las manos recogidas a la altura del coxis, del vientre o del pecho. Se supone que se cubrían unas veces con una gran losa de piedra y en otras ocasiones con pequeñas losillas rectangulares, lo que enlaza perfectamente con el topónimo de La Losa.

   Desde que se tiene memoria no se ha descubierto ninguna tumba intacta de este tipo. Debieron ser violadas y saqueadas todas ellas hace mucho tiempo, posiblemente poco después de su construcción, en cualquiera de las razias o algaradas moras de la Edad Media.

   En cuanto a las dimensiones, se registran fosas de adultos de hasta dos metros de largo, fosas algo menores y varios enterramientos de niños. En la necrópolis de La Losa, de un total de 35 sepulturas, hay seis o siete sepulcros infantiles, agrupados todos en la misma zona, en un radio de siete u ocho metros, como si se hubiese dedicado una zona en exclusiva para la inhumación de los niños fallecidos. Los enterramientos infantiles suponen un 20% del total en ese lugar, lo cual indica una mortalidad infantil alta, si bien sabemos que pueden existir otros enterramientos sin localizar aún. 
   Otra cuestión peliaguda es la interpretación de las fosas circulares que se encuentran asociadas a estos enterramientos, especialmente en el caso de Valdemarón. Se trata de hoyos de forma globular, a modo de tinajas excavadas en la roca viva. Su capacidad puede oscilar entre los 200 y los 2000 litros. En la necrópolis de Valdemarón existen al menos dos de estas construcciones, muy próximas a las sepulturas. Una de ellas está partida porque la peña se desgajó y rodó a unos metros, apreciándose perfectamente  en el trozo desprendido la mitad que falta de la roca madre. La otra cavidad es algo menor y se conserva completa. Hoy está colmatada de tierra y en ella crece un arbusto.
   El abanico de usos que se les suponen a estos depósitos va desde el empleo como osarios, pues parece lo más lógico al hallarse dentro del recinto de la necrópolis, utilidad que, junto al reempleo de tumbas, haría más rentable, por así decirlo, el tallado de una fosa en la roca, hasta la función como meros depósitos de las herramientas y elementos empleados en el tallado de las tumbas, pasando por simples aljibes con agua para lavar los cadáveres (se sabe que era una práctica habitual en las sociedades altomedievales).
   Sin embargo, chocamos con un problema importante, pues estos extraños silos no son comunes a otras necrópolis como la de Las Cuevas y además están presentes también en el término del pueblo en otro emplazamiento en el cual no existe una necrópolis de tumbas excavadas en piedra. En efecto, en Los Villares, posiblemente el último poblado habitado en el término de Las Cuevas antes de la fundación del pueblo en el emplazamiento actual, o acaso coincidente con la propia aldea de Cuevas ya en sus últimos años de existencia,  hay una cresta rocosa llamada Peña del Fraile en la cual existe una cavidad denominada popularmente “el horno de Los Villares”, que no es más que el hemiciclo de otro depósito con forma de ánfora u orza gigante excavado en la roca (con una capacidad cercana a los 2 m3) y partido hace mucho tiempo. Pero, además, en el otro extremo del espolón rocoso hay varios de estos recipientes de gran capacidad, unos medio derruidos y otros que tuvieron que abandonarse en plena ejecución.

   Así pues, nos inclinamos a pensar que se trata de silos comunales para el grano, la fruta, los frutos secos, las legumbres…, incluso para salazones o conservas,  porque el lugar que ocupan tampoco permite sospechar que fueran aljibes ya que no existe apenas superficie que vertiera aguas alrededor. En el caso de Valdemarón este uso conciliaría la idea de la necrópolis como espacio coincidente con la aldea.

   Queda un cabo suelto más, que es el hecho de que no se haya encontrado resto alguno ni en las necrópolis ni alrededor de ellas ni en los alrededores de los lugares donde suponemos que hubo poblados. Ausencia total de huesos, como ya hemos dicho, desaparición completa de las lápidas o tapas de las sepulturas y nada de cerámica o de otros útiles, ajuares y demás adminículos que suelen estar presentes en cualquier solar de poblado antiguo.

   La desaparición de los esqueletos y algún posible ajuar se produjeron, como hemos dicho, hace mucho tiempo, probablemente poco después de practicarse los enterramientos. En cuanto a la ausencia de cerámica, útiles, restos arqueológicos en general, pensamos que las plataformas sobre las que se asentaron las construcciones de los poblados, al ser de base lítica no permiten la acumulación de estratos o sedimentos. Son superficies que limpian la lluvia y el viento fácilmente. Y alrededor de estos lugares, con toda seguridad, deben aparecer estos restos que echamos en falta, pero a bastante mayor profundidad de la que cabría esperar, ya que la vega sufre inundaciones de forma regular. Durante los últimos 16 siglos, los frecuentes desbordamientos del río Mayor han depositado sus sedimentos  alrededor de las rocas de La Losa y Valdemarón recreciendo el suelo de forma notable. Si a esto sumamos el intenso y continuo laboreo de la tierra se comprenderá el porqué de la falta de restos arqueológicos distintos de las tumbas, los depósitos, las cazoletas y las zonas de culto.

   Los enterramientos excavados  en roca de Las Cuevas de Velasco hay que datarlos en un periodo que va desde el siglo VII, pues las inhumaciones anteriores a esa época aún estaban impregnadas de las costumbres y ritos romanos, hasta la segunda mitad del siglo IX, tiempo hasta el cual los mozárabes resistieron en la región la presión de los musulmanes.

      Tras la aceifa omeya del año 866, que hizo huir a Sebastián, último obispo de Ercávica, quedaron muy pocos mozárabes en la comarca de la Alcarria conquense. Y como quiera que la reconquista cristiana aún se demoraría por espacio de más de 200 años, no es de extrañar que cuando tuvo lugar la repoblación, ya en el siglo XII,  se hubiera borrado la memoria de aquellos hechos, por lo cual era muy socorrido el atribuir cualquier realización, ya fuera cuevas excavadas, ya tumbas, a los moros, cuando los auténticos artífices habían sido los cristianos.

   A lo largo de esos dos siglos largos los valles alcarreños de la margen izquierda del Tajo contaron con exiguos contingentes de población, problema que fue agravándose cuando la zona se convirtió en frontera en disputa, y por tanto en escenario de continuos combates,  hacia finales del siglo XI y principios del XII.

   Por todo ello, suponemos que los enterradores rupícolas de la vega de Las Cuevas ya habían concluido su ciclo de actividad en aquel tiempo. Poco después se fundarían las aldeas de la repoblación con sus nuevos cementerios siempre al lado de las iglesias.







sábado, 24 de octubre de 2015


   

LEYENDA DE LA CUEVA DE LA MORA

   A caballo entre los límites de La Ventosa y de Las Cuevas de Velasco se halla la cueva de la Mora. Se trata de una antiquísima gruta excavada por la mano del hombre con una idea muy concreta, la de captar venas de agua  para surtir una pequeña poza.

   Desde tiempo inmemorial la cueva ha venido surtiendo a pastores y campesinos del lugar. Su agua fresca y fina atraía hasta allí a los segadores que bregaban por el Vallejo o por Los Llanos. También llegaban por un sendero, cuya traza aún se aprecia muy bien, desde los olivares de La Ventosa. Se llenaban las cubas y las botijas cuando el personal  se ocupaba de los olivares ya fuera en la recogida de la aceituna ya en la poda de los olivos ya en las demás faenas del laboreo de la tierra.

   La cueva de la Mora es de hechuras claramente diferentes  a las demás cuevas del término y parece evidente que su utilidad no fue nunca la de servir ni como almacén  ni como cocedero de vino pues sus dimensiones son más reducidas que las de las cuevas-bodega y tampoco cuenta con los acostumbrados nichos para alojar las tinajas. Para completar el inventario de diferencias, la cueva de la que hablamos es, como hemos dicho, un manantial, y cuenta en toda época del año con unos centímetros de agua que se remansa en su boca o se vierte a las pozas exteriores.

   Algo que sorprendió siempre y sigue llamando la atención de quienes aún hoy día se acercan a la cueva de la Mora son los extraños ruidos que surgen de su profundo vientre. Se trata de sonidos que se asemejan a gemidos y a remotos gritos de extrañas criaturas. Se especula con si se tratará de los murmullos del agua al abrirse paso entre las grietas y escurrir por los muros. También se sospecha de que pueda deberse a los “diálogos” que mantiene la nutrida colonia de murciélagos que suele habitar en las profundidades de la cueva.

   Muchas personas se han atrevido a explorar la cueva de la Mora. Cuando se hacía con velas, éstas, extrañamente, se apagaban a los pocos metros de la entrada. Mientras que las exploraciones más modernas, ya con linternas, no han sido capaces jamás de alcanzar el final de las galerías. Se dice que la única vía de entrada se bifurca en dos más pequeñas formando así una Y griega y más adelante, ya sea por la amenaza de derrumbes o porque la oquedad reduce sus dimensiones no es posible continuar.

   Pero pasemos al relato de una de las dos leyendas que hacen de esta cueva un lugar misterioso y mágico.


      Dicen que era Rodrigo Fáñez un joven muy apuesto, adornado de virtudes entre las que destacaba la valentía. Su padre, alcaide del castillo de Las Cuevas de Cañatazor, había recibido el encargo del Rey de defender el fuerte contra las incursiones agarenas.
   El joven aprendía del buen gobierno de su padre quien aplicaba el Fuero otorgado por el monarca a la ciudad de Huete y a toda su Tierra, donde se encontraba el pueblo de Cuevas de Cañatazor y se ejercitaba en el combate como un soldado más de los que componían la guarnición de la plaza.
   Un día salió el gallardo caballero de caza con su halcón y, habiéndose alejado de la villa, sintió sed. Se dirigió a una fuente muy antigua  que había por aquellos parajes, excavada en roca a modo de una cueva,  y antes de llegar a ella vio que una joven llenaba su cántara en el chorrito de la fuente. Se aproximó y saludó a la moza:
-         Buenos días.  ¿Cómo te llamas, muchacha?

   La joven apartó la toca con la que cubría su rostro  y miró a Rodrigo. Sus ojos eran bellísimos y ella por extremo bella, hasta el punto de que el joven se turbó contemplándola.
-         Marién, señor. Mi nombre es Marién.
-         ¿Eres de Las Cuevas de Cañatazor? – preguntó Rodrigo.
-         Sí, señor. Mi padre es el Mulá Aziz.

   De inmediato Rodrigo relacionó la extraña indumentaria que lucía la joven con las familias de moriscos que se habían instalado en el pueblo. Se necesitaban buenos artesanos, sabios campesinos y los moriscos eran auténticos maestros en muchas artes y oficios.
-         ¿Me das agua, Marién?

   La muchacha se aproximó y ofreció su cantarilla al joven, que la tomó sin dejar de mirar aquellos ojos que lo desconcertaban.
   Ante la curiosidad de Rodrigo, la joven le dijo que su padre y otros hombres cogían aceituna en el Vallejo y que la habían enviado por agua. Añadió que no debía demorarse. Así que se despidieron amablemente. Ella tomó el sendero del valle y él siguió con la mirada su silueta atentamente hasta que desapareció a lo lejos.
   En los días sucesivos Rodrigo acudió impaciente a la fuente en la cual había conocido a Marién. La muchacha se las arreglaba para no faltar a su cita no acordada. Y así fue surgiendo entre ellos un amor arriesgado, una relación furtiva e imposible, pues ambos sabían que sus religiones y todas las convenciones y costumbres de sus grupos familiares respectivos no admitirían jamás un compromiso entre los dos jóvenes de credos diferentes.
   Marién mostraba cada día lo mejor de sus dones: la sencillez, la discreción, la prudencia, la fascinación por el saber y el gusto por las cosas hermosas de la vida. Rodrigo, por su parte,  no salía de su asombro al comprobar que había encontrado donde menos lo esperaba a la persona que atesoraba, y en grado sumo, todas las gracias que en su mundo convertían a una mujer en digna de admiración y que despertaban la fascinación de los hombres honestos.
   En pocos días el amor prendió en los dos con fuerza. Marién sabía bien que Rodrigo estaba lejos de sus posibilidades y toda aquella quimera se le antojaba un bello sueño. El muchacho andaba preocupado porque la mirada de aquella mujer inoculaba el suave veneno del amor en sus ojos y no hallaba la forma de ver aquel lance como una aventura pasajera, sino, más bien, sentía que Marién era ya parte de sí y una necesidad imperiosa para su vida.   
   Finalizadas las tareas en los olivares de El Vallejo, la joven ya no tuvo pretexto para volver a aquel apartado lugar, por lo que Rodrigo se vio obligado a buscarla con una tercera, a través de la cual enviaba mensajes que encendían más aún el cariño que la joven sentía. Un día tuvo el atrevimiento de enviar a Marién un peine de plata, obsequio que agradó mucho a la joven.
   Mas, como el diablo no descansa, entró en la alcahueta, que hacía de recadera y confidente de los amantes, y desbarató el orden de su conciencia. Entonces, la insensata mediadora cometió la debilidad de ir al padre de la muchacha para confiarle el secreto de su hija.
   El Mulá Aziz era un musulmán viejo que gobernaba su clan familiar,  según la doctrina del Profeta, con mano férrea y con un celo digno de un enfebrecido ayatollah. Por ello, cuando oyó la confidencia de la celestina enfermó de ira, rugió, bramó y  ordenó que trajeran a su hija ante él.
-         ¡Hija renegada! ¡Infame! ¡Serpiente a la que crie en mi regazo con tanta dulzura y ahora me emponzoña y me hiere de esta manera cruel! ¿Qué has hecho, hija mía? ¿Qué has hecho? – gritó enfurecido.

   La joven no respondió. Hundió la cabeza y se mantuvo inmóvil, paralizada ante el furor que mostraba su padre. Pero el hombre no se detuvo.
-         ¡Maldita! ¡Perversa! ¡Ingrata! Antes dejaré yo a los buitres arrancar mi corazón que dejar que tú, mi tesoro, mi bien, caigas en los brazos de un perro cristiano. ¡Un perro cristiano! – repitió  escupiendo las últimas palabras.

   El amor es suave como una pluma, es dulce como el aguamiel, es invisible, es una idea apacible, un sueño dorado…, pero cuando se manifiesta con firmeza cobra el empuje de un torrente, la dureza de una roca, la fuerza de mil bueyes. 
   Marién, lejos de amilanarse y de renegar de su amor, una vez amortiguada la cólera inicial de su padre, amparada por su madre y por las demás mujeres de la familia, cobró el valor necesario para manifestar su determinación de proseguir su relación con Rodrigo.
   El Mulá Aziz también había tomado ya también su determinación de visitar a una maga mora que vivía en el pueblo, la cual, tras unas averiguaciones prodigiosas, advirtió al Mulá  de que el amor que su hija sentía por el caballero cristiano era puro, firme y que no había encantamiento ni ensalmo ni monserga que pudiera lograr enturbiar o debilitar ese sentimiento.
   Insistió el moro, herido por lo que consideraba grave deslealtad de su hija a los principios de su estirpe y de su fe, hasta que la hechicera le dijo:
-         Said, yo podría hacer desaparecer a vuestra hija, pero el conjuro es tan poderoso que, una vez ejecutado, es imposible regresar a la persona  que ha sido transportada a las regiones de la Yanna.

   La Yanna es para los musulmanes una especie de jardín de las delicias o paraíso del más allá.
   El Mulá meditó unos segundos.
-         Dispón lo necesario y adelante – ordenó secamente.

   Mientras tenían lugar estos acontecimientos, Rodrigo, confiando aún en la traidora, enviaba misivas a su enamorada de las que no recibía noticia. Se mostró inquieto y comenzó a averiguar por otros caminos el modo de encontrarse con Marién, pero ya era tarde. Una noche, la muchacha fue llevada a la fuerza a las afueras del pueblo donde tenía su guarida aquella perversa mujer y contra su voluntad fue sometida a un siniestro conjuro. Luego, desmayada, la llevaron a su casa y la acostaron.
   Al amanecer, Marién no estaba en su cama. El padre lloraba amargamente y la madre, sabedora también de la inquietante iniciativa en la que se había empecinado su marido, no hallaba consuelo a aquella pesadilla. Vinieron familiares y preguntaron por la muchacha, pero el Mulá ordenó tajante que nadie la mentase y que nadie la buscase.
   Se corrió así un pesado velo de olvido sobre la suerte de Marién. Las bocas se sellaron dejando ahogadas las pesadumbres, los desconsuelos y los llantos.
   Rodrigo Fáñez solo pudo saber la mala nueva de Marién después de unos días, cuando un pariente sobornado le informó de los  terribles sucesos.
   Se le rompió el alma y creyó enloquecer. Vagó entristecido y hundido. En el castillo todos temieron que el hijo del alcaide padeciera una extraña enfermedad. No había herida más grande que su desconsuelo. Había perdido a la mujer que había despertado toda su capacidad de amar.
   Un día, se arrastró abatido y melancólico hasta donde vivía la maga y, a pesar de la advertencia del Mulá, la pérfida mujer, movida por la promesa de una pingüe recompensa, habló.
-         No sabía, señor, que vos amabais tanto a esa mujer –mintió-. Su padre me rogó encarecidamente que la sometiese a un sortilegio.
-         Pedidme dinero, joyas, lo que deseéis, pero haced volver a Marién – suplicó el joven llorando.
-         Me temo que eso no es posible, muchacho - respondió la bruja.
-         Haz que sea posible. De lo contrario mi vida no vale un comino – insistió Rodrigo.

   Viendo el mal que asolaba al joven enamorado y la honda pena que le afligía, se compadeció de él y le dijo:
-         Muchacho, es imposible que yo pueda retornar a Marién de la dimensión en la que se halla ahora.  Pero, por el amor que veo que sentíais, puedo hacer que la veas un instante, una vez al año, el día del solsticio de verano, el 24 de junio, al rayar el alba.

   Rodrigo partió de aquella casa con el ánimo abatido, pero una tenue luz de esperanza iluminaba su sombrío pensamiento.
   Esperó con resignación la llegada del día que le había anunciado la maga. Y, siendo aún noche cerrada, tomó su caballo y se dirigió a la lejana fuente donde había conocido a Marién, pues las indicaciones de la hechicera señalaban aquel lugar como el escenario en el que podría materializarse el encuentro.
   El día clareaba. Las sombras se disipaban y una tenue luz iba esparciendo su resplandor por el Vallejo. Rodrigo Fáñez se situó a caballo frente a la fuente, impaciente, percibiendo el fresco del amanecer, mientras aún se oía el canto roto de algún grillo y en el verde de los pinos se iban abriendo las alas.
   De la enorme mancha anaranjada de oriente surgió al fin un rayo pajizo que atravesó los aires y vino a posarse sobre la roca en la que se abre la fuente. Y justo en ese instante, la bella joven mora apareció como una diosa ante los ojos de Rodrigo.  Peinaba su largo cabello con el peine de plata que él le había regalado. Su mirada era serena,  nostálgica y llena de ternura.
   Rodrigo se apeó del caballo y tendió la mano para tomar la de la joven. Mas a pesar de que ella le correspondió con igual gesto, ambas manos no llegaron a tocarse pues la imagen de Marién no era material sino una suerte de espejismo.
   Allí quedó el mancebo con la mano tendida y sus ojos puestos en los de su amada  en un diálogo visual de enamorados que solo interrumpió el astro rey cuando asomó definitivamente su enorme ojo por encima de las montañas. Entonces se disipó la imagen de la bella mora y Rodrigo retrocedió agitado por el espanto.
   Fue inútil volver a la fuente uno y otro día. Solo el recuerdo de la visión de su amada amortiguaba a duras penas su infortunio. Habría que esperar un año más para ver la imagen de la mujer a la que amaba y por la que hubiera dado la vida.
   Pronto la gente del pueblo, enterada de los prodigiosos sucesos, comenzó a llamar al lugar Cueva de la Mora. Y las noticias de los acontecimientos que allí tenían lugar una vez al año, el día 24 de junio, se extendieron por los pueblos colindantes e incluso por la comarca, de manera que cada año, en la fecha del prodigio, se daban cita ante el manantial muchas personas deseosas de ver la aparición.
   Hay quien ve aún, a pesar de los siglos transcurridos, claramente, la imagen de la bella mora Marién y el caballero Rodrigo tendiéndole la mano, el día 24  de junio, al despuntar el día.


   Y se dice que solo quienes no aman intensamente, los necios embaucadores y los falsos amantes son incapaces de ver el prodigio de la Cueva de la Mora.