EL FACTOR DE LA ESTACIÓN
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Locomotora Mikado que circulaba por el pueblo. |
Desde la mitad del siglo XIX existe una estación de tren en Cuevas de Velasco que por el trazado del ferrocarril se edificó en medio de la vega, a un kilómetro de la población, poco más o menos.
El ferrocarril iba a ser el gran revulsivo de la economía local. Su papel era sacar del ostracismo de siglos a estos pueblecitos y unirlos mediante el poderoso cordón umbilical del tren a las grandes ciudades y a los centros industriales. Y es verdad que durante algunas décadas el tren trajo ciertos aires de modernidad, pero, transcurrido un siglo de su llegada, comenzó el imparable éxodo rural que acabó con todas las expectativas de desarrollo del pueblo.
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Vivienda del revisor y despacho de billetes de Cuevas |
A la estación de Cuevas de Velasco eran enviados factores que venían a sumar puntos para buscar un traslado ventajoso a su tierra de origen o tipos que buscaban algún lugar remoto con no se sabía bien qué intenciones. ¿Quién iba a querer asentarse en un pueblecito sin futuro y vivir en una estación perdida en medio de ninguna parte?
Por los años de la postguerra llegó destinado a Cuevas de Velasco un jefe de estación que en muy poco tiempo mostró cierta inclinación por la brujería. Se atrevía con las adivinaciones, no siempre con éxito, y no ocultaba su afición por los sortilegios. Poseía, como todos estos tipos que parecen ver más allá, una mirada penetrante, de manera que no resultaba agradable mantener los ojos puestos en los suyos.
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Gorra oficial de los factores |
Cada noche, después del paso del semi, último tren que transitaba por el ferrocarril Aranjuez-Cuenca, el factor recorría a pie el tortuoso camino entre la estación y el lugar para incorporarse a la taberna, único centro social de la vida del pueblo.
Ciertos habitantes de Cuevas, los más leídos y avisados en asuntos de supercherías y engañifas, miraban al factor con desconfianza o con indiferencia. Pero el hombre logró impresionar a muchos pueblerinos y pronto comenzaron a correr chismes sobre supuestos encantamientos. Hablaban de sillas que se desplazaban solas, agujas de un reloj que tan pronto avanzaban una hora en un minuto como se detenían en seco, cristales, bombillas y otros enseres que parecían cobrar vida propia desafiando las más elementales leyes de la física.
Así que el vetusto edificio de la estación de Cuevas de Velasco se convirtió en una ferroviaria gruta de Zugarramurdi a la que acudían con gusto, deseosas de ver prodigios, decenas de personas. Y el caso es que no se ponía de acuerdo toda aquella jarca, pues mientras unos sostenían que habían visto u oído cosas maravillosas, otros volvían negando todo y asegurando que allí lo único que había era un tipo que sabía sugestionar a los curiosos.
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Estación de Cuevas en ruinas. |
Fuera como fuese, el caso es que el factor siguió con sus extrañas prácticas y el pueblo fue apartando poco a poco su atención de lo que ocurría en torno a aquel extraño tipo.
Una noche de lluvia, entrado ya el otoño, se hallaban los hombres en el bar, como era habitual. La enorme estufa de paja caldeaba el salón e iban conformándose las partidas de cartas a medida que los aldeanos llegaban.
Nadie esperaba aquella noche al factor. El camino desde la estación hasta el pueblo era sinuoso, fragoso y se embarraba rápidamente con las lluvias, así que los parroquianos que solían echar la partida con el brujo no contaban con él aquella noche.
Por su parte, un individuo de los habituales en las tertulias del casinillo local, aprovechó la ausencia del Jefe para insinuar que las supuestas virtudes extraordinarias del factor no eran más que una gran farsa. Y fue suficiente deslizar dos o tres frases en este sentido para que en pocos minutos el bar se convirtiese en una especie de tribunal popular donde se enjuiciaba al factor. Se emitían opiniones y sentires con vehemencia y se descalificaba al factor que por momentos perdía adeptos. Se llegó a sugerir que un tipo así era peligroso y que sería un gran beneficio para el pueblo que se marchase a otro lugar.
Arreciaba la lluvia. Cruzaban la plaza de la Villa, ante el bar, las últimas almas buscando el cobijo de las casas y una espesa vedija de vahos se enseñoreaba de las calles.
Cuando más embebidos estaban los lugareños afanándose en sus partidas de cartas y enfrascados en sus discusiones anodinas, se abrió la puerta de la taberna y apareció el factor de la estación.
Desde el principio, toda la clientela del bar había advertido algo extraño en aquella repentina aparición, pero pocos supieron de qué se trataba antes de que uno de los presentes remarcara el detalle.
-¡Es increíble! ¡Seco! ¡El factor viene seco! ¡No se ha mojado con la lluvia!
En efecto, el traje del ferroviario, sus botas y su gorra estaban impolutos. No traía paraguas y aún en el caso de haberlo llevado las botas deberían estar salpicadas de barro, pero no era así. Parecía recién salido de un vestidor.
Como todo lo que tocaba al factor levantaba gran expectación y encendía polémicas, se armó en pocos segundos una gran controversia. Unos abogaban por que el hombre había llegado en vehículo, cosa muy improbable pues en aquella época no había en el pueblo más auto que el del tío Sixto, el médico, y nadie lo había visto ni oído circular. Además, el tío Sixto aborrecía la conducción de noche y eso lo sabía muy bien todo el mundo. Otros, los fervientes seguidores del chamán ferroviario, mostraban su asombro y su fascinación por aquel portento. Era absolutamente imposible que una persona entrase en el bar aquella noche sin mojarse, pensaban.
A todo esto, el factor de la estación de Cuevas de Velasco oía ufano los comentarios y mostraba una sonrisa sardónica, como mofándose de toda aquella chusma.
Se adelantó un hombre serio, de los incrédulos, y le espetó:
-¿Qué artimaña ha usado usted esta vez? ¿Piensa que somos tontos? Déjese ya de engaños y de fullerías, hombre.
Al instante cambió radicalmente la expresión del factor. Se dirigió con gesto adusto hacia la persona que le había increpado y le dijo:
-Yo no engaño a nadie. Sépalo usted. ¿Entiende?
Luego, se fue hacia la puerta y antes de abandonar el local se volvió hacia la concurrencia y con una naturalidad pasmosa dijo:
-Voy a Valencia a dar una vuelta.
Y se marchó.
La lluvia ungía insistentemente la aldea. Daba Canseco, el viejo reloj de la torre de la iglesia, las once de la noche cuando el factor fue engullido por las tinieblas de la calle que conducía a la estación.
De inmediato creció el bullicio en el bar y se retomaron las partidas de cartas que el incidente había interrumpido.
Sin embargo, el asunto de la noche planeaba en los corrillos y aún entre los jugadores de naipes que entre trucos y envidos se preguntaban inquietos a qué venía aquello de irse a Valencia a dar una vuelta y qué habría querido decir el factor. Ya no había tren hasta el día siguiente. ¿Se marchaba el factor a Valencia a disfrutar de unos días de permiso?
Habían pasado cinco minutos y ya volvía poco a poco el tono de las charlas a su altura habitual, cuando, se abrió de nuevo la puerta de la taberna y apareció el factor de nuevo completamente seco. Traía en la mano una rama de naranjo. Se abrió paso entre los clientes del bar y se dirigió hacia aquel que le había reprendido y sin decir palabra puso la rama que traía sobre una mesa. Después abandonó el casino.
La rama de naranjo tenía frutos que aún estaban en fase de maduración. Había sido desgarrada del árbol hacía muy poco, pues todavía se apreciaban el vigor y la tersura de las hojas y las heridas del corte exudaban gotitas de savia. Entre campesinos, oficio de la mayoría de los allí presentes, no había lugar para la duda: aquella rama había sido cortada del naranjo hacía unos minutos.
Huelga decir que la distancia entre Cuevas de Velasco y Valencia debe andar alrededor de los 200 km y que para llegar a la capital del Turia se empleaban las tres o cuatro horas. Igualmente es inútil recordar a los lectores que las tierras de la Alcarria y aún las de toda la provincia de Cuenca son muy frías y no permiten el cultivo del naranjo.
Se extendió un murmullo de asombro por el bar. La mayoría de los allí presentes se aproximaron a la mesa sobre la que se hallaba la rama, como prueba irrefutable de que aquel tipo acababa de realizar un prodigio ante todo el mundo.
El personal fue abandonando el local de la plaza y en unos minutos quedaron desiertas las calles de la aldea bajo la obstinada lluvia otoñal.
Aún anduvo el factor de la estación algunos meses realizando encantamientos hasta que un día abandonó el lugar y no se supo más de él.
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Banderín con el que indicaba las maniobras de salida y parada de los trenes el factor. |