LA CASA DEL DUENDE
Hubo
ya un duende en la calle de la Soledad, en la vivienda que habitaba
un tal Martín. Zascandileaba por la casa haciendo de las suyas. El
mover objetos sin fuerza visible que los empujase, los ruidos a
deshoras, el cambiar las cosas de lugar y sobre todo la sensación
continua para aquella familia de que alguien más vivía con ellos
constituían una auténtica pesadilla. Es cierto que el duende no se
materializó nunca físicamente pero de su presencia quedan pocas
dudas pues, aparte de las molestias ocasionadas por las travesuras de
los duendes, este llegó incluso a hablar.
Entre
las fechorías del duende de la calle de La Soledad, se asegura que
hacía bailar las tenazas de la lumbre y que andaban muchas veces
tintineando y haciendo amagos de elevarse. En los poyales los vasos y
tazones entrechocaban sin explicación alguna. Las llares oscilaban
sin motivo y los cedazos se movían sobre sus varetas sin que nadie
los impulsara… Pero quizás el suceso más espeluznante que se
atribuye a la presencia del duende en la casa de la calle de La
Soledad es la súbita aparición de una niña sentada en un asiento
del portal. Nada tendría este hecho de particular si no fuera porque
aquella criatura, hija de los habitantes de la casa, había fallecido
hacía algunos años.
Se
cuenta que Martín, el cabeza de familia, estaba ya cansado de que
fuertes golpes lo despertasen a media noche, de que le desapareciesen
enseres o cambiasen de lugar, de que cobrasen vida propia objetos
inertes. Nadie en la casa vivía en paz con la presencia de aquel
ente. Y aquella aparición de la niña había llenado de temor a la
familia. Así que el propietario decidió abandonar la vivienda de la
calle de la Soledad y trasladarse a otra limpia de espíritus o de
duendes.
Cuando
Martín creyó haber encontrado otra casa que respiraba paz comenzó
a preparar el traslado. Dispuso unos baúles para ir poniendo en
ellos lo que cupiera, cuando el duende, enterado de la inminente
mudanza, preguntó al dueño de la casa:
-
Martín, ¿nos mudamos?
El
uso de “nos mudamos” en primera persona indicaba, claro está,
que el duende también se apuntaba al cambio de casa. El hombre se
dio cuenta de que no se libraría de aquella molesta compañía, así
que, desanimado, se puso a deshacer el baúl y dijo:
-
Pues para eso, bien estamos.
Martín
y su familia siguieron viviendo en la casa de la calle de la Soledad
y soportaron estoicamente los inconvenientes de compartir su hogar
con un duende.
Existe
otra leyenda sobre casas encantadas que tuvo mucha más repercusión
en el pueblo y que refiero a continuación.
La
calle de la Traviesa o de la Travesía contó entre sus
construcciones con la llamada Casa
del Duende.
Hoy ese espacio se ha visto reducido a un solar tras sufrir la
antigua vivienda que se alzaba en ese lugar un largo proceso de
deterioro hasta llegar a su ruina, y
posteriormente ha sido transformado en corral.
La
casa del duende era una vivienda humilde, de estructura tradicional:
un portal a la entrada, al cual daban dos dormitorios y la escalera
de la cámara. La cocina, en el interior, como en la mayoría de las
viviendas alcarreñas, sin ventanas. Desde la cocina se accedía a un
cuarto oscuro donde se hallaban las cantareras, algún arcón, los
poyales y diversos enseres para el servicio de la casa.
Se
echaba de ver que la casa de la calle de la Traviesa era de condición
muy modesta por sus reducidas dimensiones, su mobiliario escaso y
pobre y especialmente porque el suelo del portal no estaba
embaldosado sino que era de tierra, continuación del de la calle.
En
los tiempos en que tuvieron lugar los sucesos propiciados por el
duende, habitaba la casa un matrimonio con tres hijos. Sus
quehaceres, como los de la mayoría de los habitantes del lugar,
giraban en torno al cultivo de la tierra y la crianza de algunos
animales de corral.
La
familia que vivía en la casa en cuestión comenzó a oír extraños
ruidos. Los fuertes golpes tras los muros y techos de la casa crearon
gran desconcierto entre sus moradores. Al poco de comentar,
preocupados, el suceso con familiares y personas allegadas, la
noticia se difundió por todo el pueblo.
Acudieron
curiosos para oír dar
al duende, entre los cuales había muchos desconfiados y también
muchos crédulos. El problema es que no había modo de encontrar la
procedencia de los golpes que hacían estremecer los muros, tintinear
las tazas y oscilar todo lo que pendía.
Se
extendió la noticia de que la casa de la calle de la Traviesa estaba
encantada, o, lo que era peor, endemoniada. Y como en cuanto se
mentaba a Lucifer, la iglesia tenía ya jurisdicción, hombres de
Dios y liturgias para practicar exorcismos, fue llamado el señor
cura para que procediese a limpiar de espíritus demoníacos aquella
morada.
La
vivienda se llenaba cada tarde de rezadoras, charlatanes, fisgones,
detectives, escépticos y algún que otro socarrón que acudía, más
que nada, para ridiculizar a quienes creían a pies juntillas en el
trasgo. Mientras se aguardaba a que el duende comenzase su actuación,
los presentes organizaban partidas de cartas o charlaban animadamente
del tema que fuese. Hasta el momento en que el dueño de la casa,
como si tuviese una premonición, avisaba de que el duende iba a
dar.
Entonces un silencio casi fúnebre se propagaba por toda la casa.
Todos los presentes mudaban sus gestos y se disponían a aplicar el
oído para escuchar el extraño fenómeno. Al poco, el duende
comenzaba a atizar zambombazos a diestro y siniestro llenando de
temor a los congregados. Los golpes eran secos y profundos y hacían
estremecer hasta los cimientos de la vivienda. En
palabras de algunos de los testigos, era como si alguien golpease con
fuerza con una maza ora sobre los mismos cimientos ora sobre los
muros o los techos de la casa.
Por
supuesto, se buscó por toda la casa, hasta el último rincón, se
registró la cámara y se descendió al semisótano.
Se reconocieron las casas y tinadas colindantes. Alguien sugirió que
podría tratarse de las cadenas de las mulas de una cuadra próxima.
Pero en ningún momento se dio una explicación plausible de lo que
sucedía.
Se
especuló también con si alguien de la casa habría cometido algún
delito grave y aquellos golpes eran la voz de su conciencia
arrepentida. Pero fuera como fuese, lo cierto es que tampoco los
ensalmos y liturgias del cura, que
un día se acercó a la casa con sus rezos, jaculatorias y conjuros,
consiguieron silenciar los ruidos ni arrojar al espíritu que
habitaba la casa.
Como
el asunto no se complicó más, es decir, que no se registraron
visiones o apariciones, el suceso fue perdiendo interés por parte de
los mismos que lo habían alimentado. Y así el pueblo, poco
a poco,
olvidó que en aquella casa sucedían fenómenos paranormales.
Otras
familias habitaron la casa de la calle de la Traviesa posteriormente,
pero no volvió a oírse nada sobre el duende.
Sin
embargo, a
quienes hemos oído una y otra vez el relato de aquellos sucesos
inexplicables se
nos
antoja un tanto absurdo el pensar que aquella peripecia fue solamente
un fenómeno de psicosis colectiva, sin más.