LA PRIMERA COMUNIÓN
Me arrodillo ante el primer altar, que está situado al lado de la casa de la posada, en la intersección de las calles de Atocha y La Iglesia. Miro los pétalos de rosa, como almitas desmayadas sobre el blanquísimo tapete que cubre la mesa. Entre dos jarrones de claveles rojos, un niño Jesús con gesto grave de adulto preocupado nos mira desde su peana, con su dedo no se sabe bien si indulgente o admonitorio.
Al término del “Altísimo Señor...” se hace el silencio. Solo se oye algún carraspeo, el tañido de las campanas, el chasquido de las cadenas del incensario. El embriagador aroma del incienso.
Un rezo recitado con prisas, hermético y enigmático, replicado por el sacristán y un par de señoras que tienen a gala conocer todas las respuestas de la liturgia, y el “amén” de toda la feligresía, que es como decir de todo el pueblo. Luego el sacerdote toma la custodia y la comitiva enfila hacia la calle Atocha.
El “Cantemos al amor de los amores” resuena entonces en lo más angosto de la calle de forma solemne. Destaca, eso sí, por encima de todas las voces, la de una señora con ínfulas de mezzosoprano. Sus arreones líricos tapan las demás voces, pero donde su canto alcanza el clímax es en los melismas excesivos en los que parece ignorar al resto de coristas e ir por libre alargando el neuma con alaridos personalísimos.
Otro altarcillo, instalado a mitad de la calle Atocha, está presidido por un Buen Pastor flanqueado por dos búcaros de lirios tardíos. Hay una bella alfombra sobre la cual nos postramos los seis protagonistas del día. Una piedra angulosa clavada en la rodilla acucia, pero hay que mantener la compostura. El silencio se hace largo. Un gorrión sale volando de su agujero ahuyentado por los berridos estentóreos de la cantante y se mueve inquieto desde el alero a la parra temiendo que sus huevos se enfríen. El clic de una Werlissa, un auténtico lujo, deja memoria de este momento.
El sacerdote echa a andar de nuevo, bajo palio, portando la custodia, mientras entona el “Alabad al Señor, sus grandezas cantad...” La frustrada cantante lírica hincha el pecho y se dispara con una potencia intimidatoria. No hay modo de seguir sus improvisados arreglos y al final se queda sola cantando.
En otra mesita, cubierta por un bello tapete de filigranas de vainica, un Niño Jesús nos recibe plácidamente tendido en su cuna. Dos floreros repletos de tupidas lilas le sirven de marco. Sobre la alfombra hay gran profusión de hojas de lirio y de rosas. Tras el altarcillo, para cubrir el muro donde solemos cazar gurguneros, han colocado una rica colcha de brocados florales. Y entre la mesita y la colcha, piadosamente agazapada, está la señora de la casa, sujetando los búcaros. Parece una pitonisa a la espera de pronunciar el oráculo.
La procesión es gozosa. Se respiran las fragancias de las flores, mezcladas con el exótico sahumerio del incienso. Los rincones engalanados para recibir al Santísimo parecen estallidos de color en un pueblo gris. El repique esparce desde la alta torre los sones de júbilo y en los rostros de la gente se aprecian claros signos de entusiasmo.
El suelo del templo se ha alfombrado con hierbas del Señor. El paso de la comitiva remueve el cantueso, la mejorana y la morquera. El aire se llena de alcanfores y bálsamos que aturden a los feligreses.
La liturgia del día del Señor es solemne. Cada parte se realza con esplendor. Y cuando llega el momento culmen, uno se siente absolutamente desbordado por la emoción, la responsabilidad y un cierto temor. La sagrada forma se voltea en la boca y se adhiere al paladar. Mal trago para un niño de primera comunión. Con paciencia todo sigue su curso. Y ya, relajado, se oye el “Tantum ergo, sacramentum...” que resuena por las bóvedas de la iglesia.
Un cielo inmenso, limpio, color cobalto, arropa la aldea. La brisa cimbrea ligeramente los olmos y arma en los trigales ondas que recorren la vega. Una bandada de tordos procedente de los cerezos alcanza la torre y en la acacia los jilgueros gorjean con agudos chisporroteos y frenéticas escalas de carrillón.
El día del Corpus es día grande y la gente va muy arreglada. Los más acomodados lucen traje de tergal, los primeros prêt à porter. Las señoras se atreven con modelos muy ceñidos. La cantante va embutida en un traje de falda y chaqueta granate. Los hombres más modestos muestran la vulgar elegancia de un pantalón de pana y una camisa blanca, con la boina arreguñada entre las manos y el rostro requemado por el sol y la intemperie.
La primera comunión es un hito notable en la vida, una cristianizada ceremonia de iniciación. Pero, sobre todo, el día de la primera comunión es el momento del que quizá se conserva el recuerdo completo más remoto de la historia de una persona. Luego, la vida resulta ser un reflejo de ese día: propósitos, deseos, emociones, inquietudes, dudas, ilusiones, temores…, todo mezclado.
NOTA: Las fotos en color de este artículo pertenecen al Corpus del presente año de 2019.