martes, 17 de marzo de 2020



                           GASTRONOMÍA TROGLODITA 


Sucede a veces que el renombre y la enjundia de unos pocos platos típicos de una ciudad o región eclipsan la entidad de otros yantares, más humildes, si se quiere, pero no por ello menos suculentos. Además, la buena mesa la componen tanto el plato como las circunstancias que lo rodean. 

En esta ocasión me referiré a las cosillas que se solían llevar a la cueva o al sótano para acompañar unos vasos de vinillo de la tierra. 



Los alimentos que la gente se bajaba al sótano o a la cueva se preparaban con rapidez, se improvisaban, aprovechando lo que hubiera más a mano, si bien es cierto que en ocasiones se elaboraban guisos, fritangas y cuchipandas a conciencia. Así, desde la paupérrima cebolla cuyos acuosos cascos se degustaban con fruición, aunque hubiese otros manjares de más alta cuna, hasta la cecina de truche sin destetar, extraordinaria salazón para momentos muy especiales, una extensa lista de productos sirvieron y aún sirven para el regodeo y el regalo de los estómagos. 

Había quien iba a la cueva con una almorzada de cacahuetes, y si se tropezaba con alguien de camino, se le invitaba, y ya estaba armada. Pero si en lugar de cacahuetes eran unas sardinas saladas, el banquete adquiría ya cierta notoriedad, pues nada hay más delicioso que la pálida carne de los guardiacivilies y el pan de leña con un generoso chorro de aceite. 




En Castilla-La Mancha, tierra de asados, casi todo es susceptible de ser puesto sobre brasas para ser engullido a continuación. La carne asada es la reina: las chuletas de cordero y el forro de gorrino son paradigma de los asados cueviles, y no podemos olvidar la oronda patata asada, los ajos, que espantan los malos espíritus y atraen a la boca el chorro de la bota sabiamente ordeñada; o las sardinas frescas cuyo intenso aroma excita el apetito; o la piel del bacalao, “si se estira para ti, si se encoge para mí”. ¿Y qué me dicen de un par de chorizos churrascados en las ascuas o una morcilla reventona? 

A veces no había otro modo mejor de pasar las tediosas tardes que bajar al sótano con unos tallos tiernos de la viña o con unas arzollas, siempre compartidas, eso si, porque la tertulia resultaba indispensable. Y mientras se salaban lo justo las dos mitades era de rigor el refrán “Antes del pepino, vino; con el peino, vino, y después del pepino, vino”. Entonces, al escanciar el tinto o al pasar de mano en mano el testigo de la bota, se confraternizaba, se reía, se vivía... 



Unas hojas de lechuga o un tomate debidamente sazonados podrían parecer plato de pobres gentes, pero al amor de la llamita azul del quinqué, sin prisas, en noble compañía y sin ambiciones inútiles, se convierten en el más apetitoso de los bocados. 

No olvido las aceitunas, los pimientos, las zanahorias y las cebollas en vinagre, humildes manjares de acres sabores, cuyos fuegos eran apagados en el paladar por el chorro templado o por el trago cumplido. El queso y el tocino magro, que ennoblecen la más baja mesa; los socorridos huevos cocidos, como blanquísimas joyas en lo oscuro; los zarajos, emblema de las tierras de Cuenca... 



Bajar al sótano, aislado del mundo, a degustar un cantero de dormido mojado en vino, unos restos de rosquillas de anís , una magdalena huérfana que quedaba en el lebrillo, unos piazos de torto de manteca..., era entrar en otra dimensión. 

Las bellotas, las nueces y los cañamones cuscurreaban mientras los recortaos de vino andaban de manos del anfitrión a las de sus invitados. 



La güeña, sabroso embutido elaborado con la degolladura del animal, se degustaba desde muy antiguo a la tenue luz de candiles y faroles o al flamear de las teas, en las mismísimas entrañas de la tierra, allá donde el silencio adquiere otros matices, en las hondas cuevas que fueron la primera morada del hombre, aquellas que guardaron en ventrudas tinajas y en panzudos odres el oro tinto. 

Eran otros tiempos; era otro modo de pensar las cosas. Aquellas gentes que comían, bebían y charlaban en la cueva saciaban sus cuerpos y llenaban de gozo sus espíritus.