EL GALGO Y LA LIEBRE
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Dibujo de Sofía López |
La
caza fue desde los orígenes del hombre una actividad fundamental.
Siempre estuvo ligada a la obtención de alimentos para subsistir. Se
practicaba, junto a la recolección, como un modo de explotación de
los recursos naturales que ofrecía la tierra. Pero en la actualidad
ha desaparecido por completo esa primitiva motivación. Hoy
día se
caza casi exclusivamente por placer, por deporte o empujados
por aquel afán ancestral alimentado por lo religioso o lo mágico.
En
Las Cuevas de Velasco siempre hubo gran afición por lo cinegético.
El
que
más y el
que
menos tenía su escopeta y algún perro para la caza. También hubo
siempre sus chanzas y sus piques entre cazadores.
En
la taberna, durante las largas veladas de invierno, solía
desatarse la verborrea y a veces también la prodigiosa imaginación
de los cazadores. Era frecuente asistir al relato, más o menos
etílico, de las gestas que narraban cómo se había cobrado una
pieza difícil o que referían las astucias y habilidades del podenco
de
turno.
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El Vallejo visto desde la Cueva de la Mora |
De
entre estos hechos prodigiosos destaca uno que ha quedado en la
memoria colectiva del lugar como paradigma de las proezas caninas en
un lance de caza.
Ocurrió
hace mucho, aunque, como suele suceder con estas cosas, no hay modo
de precisar en qué tiempos tuvo lugar.
La
cosa comenzó con una liebre díscola a la que no había modo de
atrapar. Y
el caso es que el
animal debía poseer la astucia y la rapidez habituales de las que
hacen gala los de su especie,
pero
tanto ponderar sus tretas y magnificar sus carreras acabó por
convertirla en el trofeo más codiciado de la comarca y aún de la
provincia.
Se
encamaba siempre en Los Llanos y cada vez que la levantaban los
perros se iniciaba una espectacular carrera plagada de quiebros
vertiginosos que acababa inexorablemente por alguno de los múltiples
perdederos que existen por aquel paraje.
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Entrada a la Cueva de la Mora |
Como
ya había burlado a varios cazadores del pueblo y dejado en evidencia
a los mejores perros, la liebre de Los Llanos se convirtió en el
principal tema de las charlas de la taberna. No había discusión o
dialéctica que no acabase enredándose con la mentada liebre, hasta
el extremo de que todo el mundo en el pueblo conocía ya sus
artimañas y prodigios.
El
asunto adquirió mayor notoriedad si cabe cuando en poco más de una
semana, la liebre reventó a un galgo y desnucó a otro en un zigzag
violentísimo en sendas carreras trepidantes.
A
raíz de este último episodio la historia de aquella pieza tan
esquiva llegó a oídos de un cazador de la Mancha
propietario de un galgo ganador en varios certámenes de caza. Y el
hombre, sin pensarlo dos veces, se presentó un día en el pueblo con
su flamante galgo.
Saltaba
a la vista que el can, que atendía por Almanzor, tenía un aire
refinado y no solo por un chocante faldellín adamascado con ribetes
almenados con el que venía ataviado sino también por su pelaje
suave y brillante y por su expresión de can palaciego. Calzaba
petetes de lana y se le daba de beber y se le ofrecía la comida en
marmitas relucientes.
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Interior de la Cueva de la Mora |
Llegó
el día del enfrentamiento: la liebre más veloz, la más astuta y
resabiada contra el lebrel más rápido, el más laureado. El pulso
prometía, pero en el pueblo se imponía la opinión de que aquel
animal no estaba preparado para bregar por las adusteces de los
montes locales y que en cuanto el
matacán saltase de su encame perdería a Almanzor de vista en un
visto y no visto.
Así
que se vio la comitiva formada por varios cazadores y curiosos
locales y el dueño del galgo en las proximidades del lugar donde
solía encamar el
famoso lagomorfo,
se dispuso todo de manera que los ojeadores facilitasen en lo posible
el trabajo al perro. Se despojó al animal de su ropaje, y el dueño
le sacó los peúcos
y le aplicó un masaje concienzudo en cada pie. Dijo que como
esperaba que la carrera no fuera larga de ese modo Almanzor salía ya
con los pies calientes.
Se
llevaban las armas por llevarlas, pero se sabía de antemano que la
liebre se levantaba cada vez más de lejos. Así que todo el éxito
de la misión se confió al galgo forastero.
Echaron
a andar, de forma natural, por no alarmar a la pieza. Caminaron
durante un buen trecho sin resultado. Acabada la siega, los rastrojos
ofrecían un buen escenario para una hipotética persecución, pero,
nada, que si quieres.
Al
fin, cuando se había batido una buena parte del terreno donde solía
encamar, saltó la escurridiza liebre en un tomillar a la cabecera de
un rastrojo. El campo entero fue un clamor himpando
al can y de entre todas las voces sobresalía de forma autoritaria y
enérgica la del amo del lebrel: “ ¡Ur! ¡Ur! ¡Vira! ¡Sal!
¡Oh!”. Gritaba de manera que parecía emplear un lenguaje que sólo
el can comprendía bien y que iba previniéndole de cada una de las
maniobras de la liebre.
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Cuevas de Velasco al fondo, desde la Cueva de la Mora |
Los
primeros instantes de la carrera dejaron algo claro y es que Almanzor
recortaba terreno a la liebre. El matacán realizó su recorrido casi
ritual alternando trancos rapidísimos por los rastrojos con regateos
eléctricos entre los sotos. Después traspusieron ambos por detrás
de una loma como dos centellas. Cuando
se
perdió el contacto visual cundió entre los congregados en Los
Llanos cierto desánimo, excepción hecha del dueño de Almanzor cuyo
gesto no cedió ni un ápice al desaliento. Pronto se recobraron las
siluetas del galgo y la liebre por el horizonte. Ahora se aproximaban
a los cazadores. El hombre gritó que
no disparase nadie.
La proximidad entre el can y la liebre así lo aconsejaba. “¡Ur!
¡Ahiva!
¡Vira!”, siguió gritando
La
liebre buscó el perdedero, pero antes de alcanzarlo recibió una
tarascada del chucho que le cerró el paso. Se rehizo, siguió el
camino, saltando a izquierda y derecha como un muelle enloquecido.
Almanzor no cedía ni un centímetro. La cabalgada era vibrante y
estaba superando de largo las expectativas de los asistentes.
De
forma inesperada la liebre viró hacia el Vallejo, saltó desde un
alto ribazo alejándose ladera abajo como un demonio. Almanzor se
descolgó en ese salto algunos metros, pero sin perder la estela se
esfumó también entre unas sabinas. La comitiva se desplazó a toda
prisa por el camino con la esperanza de verlos reaparecer por los
olivares del Vallejo, pero fue inútil.
Todas
las escapatorias de aquella ladera podían controlarse claramente
desde donde estaban situados los cazadores, atentos a cualquier
movimiento entre las matas o a cualquier llatido del can, pero no
hubo nada. Los dos animales habían desaparecido de forma extraña.
Por
su parte, el dueño de Almanzor se mostraba tranquilo, confiado, como
si de un momento a otro su perro fuese a aparecer, ufano, con la
liebre entre sus fauces. Mas la espera se hizo larga y no hubo la
menor señal del elegante galgo ni de la veloz liebre. Parecía que
se los hubiese tragado la tierra.
Se
dispersaron todos los hombres por la vertiente de la montaña
registrando los barrancos uno a uno y batiendo meticulosamente hasta
las matas más impenetrables. La llamada de uno de los cazadores del
pueblo atrajo a los demás y al dueño de Almanzor ante la cueva de
la Mora. La sospecha de los primeros momentos fue cobrando cuerpo y
acabó por mostrarse como la explicación más sólida: por extraño
que resultase, las huellas de la liebre y del galgo se internaban en
la cueva.
La
idea de que los animales hubieran entrado en la cueva resultaba
inconcebible para un cazador, pero tras largas averiguaciones todos
convinieron en que los rastros de ambos
habían quedado perfectamente impresos en el barro de la entrada y
que se habían adentrado en la cueva-manantial de la Mora. El dueño
del galgo voceó su monserga una vez más: “¡Ur! ¡Ur! ¡Cobra!
¡Eooooo!”. Se pidió silencio y aplicaron el oído a la boca de la
cueva; solo se oía el gruñido lejano de algún murciélago.
Se
hacía hora de comer y los cazadores fueron abandonando el lugar
perplejos. Después de los primeros veinte metros resultaba casi
imposible el paso por la cueva para un hombre, pero no así para un
can. Así que se desistió pronto del intento de penetrar en busca
del galgo. El hombre de la capital mostró su preocupación. Tuvieron
que persuadirlo
de que era inútil seguir con las consignas.
A
la tarde volvió la expedición de la batida, más nutrida aún.
Recorrieron todo el terreno. Se pateó todo el Vallejo, se
encaramaron de nuevo por la fuente del Tío Alfonsón hasta los
Llanos. Otros perros siguieron el rastro que una y mil veces se
perdía en la boca de la cueva de la Mora. No hubo resultado.
Todavía
permaneció por el pueblo dos días el dueño de Almanzor, hasta que
finalmente abandonó el lugar dando por perdido a su campeón.
Estos
lances son relativamente frecuentes en las cacerías. Canes que se
desorientan, que no conocen el terreno, que se obcecan tras una pieza
y los alcanza la noche, caídas por precipicios en el fragor de la
persecución. No son nada extraños, no. Y no habría aquí motivo
para pensar que este hecho resultó extraordinario si no hubiera sido
por lo sucedido solo unos días después.
Llegó
a Las Cuevas de Velasco un marchante de azafrán, un hombre afable y
hablador. Durante su estancia en el pueblo desgranaba, entre trato y
trato, con un palabrerío portentoso todas las noticias y novedades
de la capital. Esta vez en su perorata refirió un suceso que no dejó
a nadie indiferente: al parecer, hacía unos días, dos ancianos que
se encontraban por la zona de la Fuensanta, en Cuenca, habían visto
con sorpresa cómo de una cueva allí existente salía una liebre
como una exhalación perseguida por un galgo…
Se
le rogó que refiriese de nuevo la noticia. Y el hombre, algo
extrañado, lo hizo con todo detalle y confirmó palabra por palabra
lo que había oído en la capital.
Esta
historia contada por los ancianos del pueblo desde hace muchísimo
tiempo no narra qué sucedió con la liebre y si fue finalmente
atrapada. Tampoco aclara si Almanzor fue recuperado por su dueño.
Importa
bien poco el pensar que entre Las Cuevas de Velasco y Cuenca median
más de cinco leguas. Carece de importancia el especular con si es o
no es posible que haya una cueva de esa longitud. Lo más importante
es que el pueblo necesitaba hallar una solución para seguir soñando
que existen las liebres míticas, inalcanzables y los lebreles
bravos e incansables.
(En
memoria de Miguel Delibes, maestro de maestros en las letras)