martes, 7 de noviembre de 2023

     MI AMOR AL PUEBLO


Comencé el año en Elche, donde habíamos pasado la Nochevieja de 2022. Luego, durante el invierno, aprovechando una oferta interesante, fuimos a pasar unos días a Calpe con unos amigos. A finales de abril realizamos un viaje a París para celebrar el 40º aniversario de boda. En Junio, acogidos a los programas del Imserso, pasamos diez días en Salou y alrededores. Y ya, en la primera quincena de julio, disfrutamos de dos semanas de playa en Torrevieja.

Ustedes se preguntarán porqué les doy cuenta de todos estos viajes. Pues bien, no me mueve ningún afán de alardear de viajero. Además, hoy día viaja mucha gente y algunos que se lo pueden permitir pasan más tiempo con el equipaje de acá para allá que en sus casas.

Claro, yo no he señalado las cinco ocasiones en las que he visitado Cuevas de Velasco, hasta noviembre. Y no las he señalado porque de ningún modo pueden comparase esos viajes al pueblo con todos los demás. Desde que yo salí con diez años a estudiar, y más tarde, desde mi partida, con diecisiete años, a vivir a otras tierras, Cuevas es el lugar recurrente al que vuelvo siempre que puedo. Jamás se ha roto ese invisible cordón umbilical de afectos y apego que me une a mi pueblo de nacimiento.





Uno necesita tener un destino infalible, seguro, un lugar al que ir sin experimentar la metamorfosis del turista, sin dejarse arrastrar por señoritas que agitan una banderola o un pañuelo, sin guardar colas interminables, sin esperas angustiosas en aeropuertos, sin overbooking (¡Dios qué palabro!). Todos necesitamos un entorno familiar y si nos recuerda a la infancia, mejor. El pueblo para mí es todo eso, es el único lugar donde no me siento extraño porque aquí vine al mundo y aquí me crie.

“¡Qué suerte tienes de tener un pueblo!” me decía un amigo no hace mucho. Y es cierto. A veces no valoramos en toda su extensión el tesoro que tenemos quienes “tenemos un pueblo”. Va quedando trasnochada la opinión de algunas personas de poco juicio que asociaban la idea de los veranos en el pueblo a vacaciones de pobres.






Además el pueblo es el nexo de unión de todos los que un día tuvimos que partir en busca de otro lugar donde vivir. Ahora regresamos en verano, para las fiestas de Carnaval o del Cristo y en otros días señalados y nos reencontramos, actualizamos noticias de familia, de trabajo...

Cada rincón del pueblo, cada valle, cada montaña, incluso cada calle y hasta cada casa tienen un gran significado para mí. No existe ni un solo lugar de Cuevas de Velasco al que no esté vinculado por recuerdos, descubrimientos,enseñanzas y todo tipo de vivencias. Y resulta que no soy un apasionado del pueblo porque sí, puesto que todo el cariño y la devoción que siento por él no me llegaron como una bendición azarosa. Fueron principalmente mis padres, mis abuelos y mis tíos abuelos quienes desde muy niño me inculcaron el amor por la tierra y las gentes de aquí, de mi tierra natal.





Es una bendición haber nacido en un pueblo. Es un orgullo ser de este pueblo viejo. La visión de este lugar me ensancha el alma cada vez que vuelvo y las partidas debo afrontarlas siempre con un punto de irremediable tristeza. Suerte que el recuerdo es firme, rebosante en detalles que me permiten seguir alimentando en la distancia la llama del cariño por esta aldea y por su gente. Con solo cerrar los ojos puedo transportarme en mi pensamiento a aquel tiempo de mi infancia y adolescencia y, créanme, soy capaz de recordar a las más de 350 personas que habitaban en el pueblo allá por el año 1965, una a una, con sus nombres, sus casas y su gente. Aunque, claro, sé que esto no tiene mucho mérito porque si usted, lector, también nació en Cuevas de Velasco hace más de 60 años recordará igualmente a todas las personas con las que convivió. Estas son las ventajas de ser natural de un núcleo de población menudo; uno puede abarcar en su pensamiento todos los lugares que lo forman y todas las gentes que lo habitan del mismo modo que es posible conservar en el recuerdo casi todos los hechos dignos de memoria.

Desde hace unos meses rastreo el origen de mis antepasados en el Archivo Diocesano y ya he comprobado que mis ascendientes se establecieron en Cuevas de Velasco hace varios siglos. No puede extrañarme el llevar tan íntimamente adheridos a mi persona los acentos de esta tierra. Me identifico con el habla local y sus expresiones dialectales, con el modo de gesticular, con las tradiciones, incluso las más rancias, con las costumbres y con los ritos familiares. Tarareo tonadas que aprendí aquí siendo niño, canto los mayos, interpreto a la dulzaina la música de la danza y, de vez en cuando, aporto lo que puedo por reconstruir la historia del pueblo y por rescatar valores culturales antes de que caigan en el olvido.





Son pequeñeces, lo sé. No expongo aquí grandes hechos o hazañas notables sino la descripción de los sentimientos que me produce ser de Cuevas de Velasco, expresados con sencillez, con afecto y con cierta emoción.

¿Qué quieren que les diga? En estos tiempos revueltos y en este mundo tan sometido a vertiginosos cambios que subvierten con frecuencia los valores y hasta los más sólidos principios, yo quiero poner de relieve mi amor permanente e inalterable por esta pequeña villa en la que nací. Y me van a permitir que les diga que el cielo me lo figuro como mi pueblo en primavera, cuando las amapolas tiñen con su sangre los campos esmeralda y las lirias doran los costones de los caminos, cuando el ruiseñor entona su prodigioso trino desde la Rivera y los vencejos gritan alborozados alrededor de la enhiesta y sólida torre de nuestra iglesia.