martes, 6 de septiembre de 2016



                               LOS CORRALES DE GANADO


Durante siglos convivieron en nuestro pueblo las dos actividades más representativas de la revolución neolítica: la agricultura y la ganadería. Los agricultores aún continúan arando sus campos y recogiendo sus cosechas, pero los ganados prácticamente han desaparecido. El último rebaño campa a su anchas por las tierras del pueblo sin relevo posible. Cuando el último pastor, José Tomico, cuelgue la manta, es un decir, habrá desaparecido de nuestras tierras uno de los oficios más antiguos de la humanidad.


Hay pocas ocupaciones más esforzadas y sacrificadas que la de pastor. En invierno, la escarcha, la nieve y la lluvia ungen su figura, tradicionalmente embozada en la manta. En verano, el plomo fundido del sol curte y bruñe su piel confiriendo a estos titanes de los montes su aspecto azabachado, como si fuesen criaturas engendradas y paridas directamente por la tierra.



Llegó a haber en Las Cuevas, según algunos testimonios antiguos, más de veinte hatajos de ganado. La tierra de Cuenca fue rica en un tiempo debido a los más de dos millones de ovejas que pastaban en la Sierra y en La Alcarria. 

Hoy, decenas de corrales de ganado dispersos por el término, entregan sus polvorientos bardales, sus titubeantes muros, sus desvencijadas puertas, sus combadas tinadas, a la ruina. 




Hemos recorrido estos días muchos de estos viejos apriscos no hallando en ellos otra cosa que reliquias de un tiempo en el que la cabaña ovina ocupaba a pastores, zagales, duleros… y proporcionaba pingües beneficios a través de la lana, verdadera riqueza de la actividad pecuaria, la piel de los animales, y los corderos.



El Castastro de Ensenada, del año 1752 especifica cuáles eran las ganancias que se obtenían en Las Cuevas de Velasco con la venta de lana y de reses. 

Especialmente en verano, los pastores encerraban sus manadas en estos vetustos corrales, construidos en su mayoría con piedra en seco, madera y teja.

Predominan los recintos cuadrados o ligeramente rectangulares, si bien no son raros los de planta ovalada o incluso circular. La única entrada conducía a un espacio formado por dos partes: una abierta y otra cubierta por una tinada.



Era corriente integrar grandes peñascos o declives naturales del terreno para completar los cercados. Las piedras de las jambas de la puerta, así como las de las esquinas, suelen ser de buena factura, incluso algunas de ellas fueron cuidadosamente talladas. También se observan el desbastado propio de cantería en algunas columnillas de las que sostienen las tinadas. El resto de materiales, con mínimas transformaciones, provenía del aprovechamiento de los recursos constructivos de la zona inmediata.

Los muros de estos rediles se levantaban mediante la técnica de la piedra en seco, es decir, sin empleo de argamasas. No obstante, en muchos casos se reparaban los derrumbes con yeso o con rubial. 




Los paramentos alzados en piedra seca ofrecen un aspecto sobrio, de una austeridad que nos evoca la pobreza, pero al mismo tiempo de una belleza extraordinaria. Hoy que tanto se habla del respeto a la naturaleza, sorprende la perfecta simbiosis de estas viejas construcciones con el medio.



En algunos casos hemos encontrado en las inmediaciones del corral las salegas, lugar donde se ponía la sal para el ganado sobre piedras planas.


Pese al deterioro que muestran la mayoría, creo que un pueblo de gente bien nacida debería tratar de conservar alguna de estas corralizas. Forman parte de nuestras raíces. Merece la pena.


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