EL TÍO TRUENOS
(Relato ambientado en el pueblo basado, en parte, en hechos reales)
La Pulida hizo trizas con sus cascos el espejo de estrellas del vado de la fuente. Luego se dirigió con paso firme hacia la cuesta de la Duz. Al doblar los chopos nos tragó la noche. Las últimas bombillas del lugar quedaban fuera de nuestra vista. Solo una mula diligente era capaz de atinar a través de las tinieblas con el camino del monte.
Miré hacia atrás. El pueblo quedaba mudo y apenas una tenue claridad daba fe de su existencia. A mis costados, los espinos, los zarzales y algunos sotos de encinas adolescentes se recortaban contra el cielo estrellado formando caprichosas siluetas.
– ¡Que vaya el chico! –dijo alguien.
– ¡Eso! ¿Por qué no va el chico? –insistió no sé quién.
El tío Truenos yacía en la cama rodeado por algunas vecinas. A eso de las nueve, casi de repente, se le aquilló el pecho y comenzó a respirar como si tuviera en la garganta hombrecillos arrastrando pellejos resecos.
– Si no viene el médico, este hombre se muere –dijo la tía Encarnación con tono lapidario mientras se persignaba.
Las mujeres presentes alrededor del lecho fueron abandonando el cuarto con expresiones graves. Yo, sentado en un asiento del pasillo, veía a través de la puerta la cabecera de la cama. La cabeza del tío Truenos, hundida en la almohada, únicamente dejaba ver la nariz corva del enfermo.
– ¿Qué opinas? ¿Te atreves? –me preguntó madre.
Me limité a alzar los hombros.
– Si no va alguien a por el médico… Tienes quince años. Si estuviera tu padre…
Con esas palabras, madre daba a entender que yo era quien debía ir. Padre había partido esa misma tarde con la galera y dos cerdas para llevarlas al verraco en otro pueblo.
En tres padrenuestros cubrió la Pulida la cuesta de la Duz y al poco alcanzó la Dehesa. Su paso era resuelto.
La abuela me había preparado un cantero de pan con un chorizo mientras el abuelo aparejaba la mula. Me aproximé a la Pulida. La sujeté suavemente del ahogadero y deslicé mi mano por su cuello.
– ¿Estás lista? –le susurré.
Las tierras albarizas de la Dehesa permitían mejor la orientación en una noche tan cerrada. Luego, poco a poco, el quejigal fue oscureciéndose, de manera que desde la montura apenas podía distinguir unos pasos del lóbrego camino. Tenía la impresión de que el animal se precipitaría en cualquier momento a un abismo sombrío, y yo con él.
Necesitaba una misión como aquella. Era una prueba de valor. Lo sabía y lo aceptaba. Mi ejecutoria de valentía durante la infancia y adolescencia estaba salpicada de algunos baldones que ahora tenía la ocasión de borrar.
– Iré a Veredilla y traeré al médico –me repetía empuñando fuerte las riendas de la mula.
Don Sixto, el médico, vivía en Veredilla del Salegar, a unos siete kilómetros de Otero, adonde acudía a lomos de una mula vieja plagada de mataduras cada vez que eran necesarios sus servicios. En verano llegaba por el camino del valle, pero cuando comenzaban las lluvias la vega era un cenagal y el camino se volvía impracticable. Entonces no había más remedio que tomar el camino del monte.
Arrebujado en mi chambergo y dejando que mi cuerpo se balancease al ritmo del alegre tranco de la mula, pensaba en el tío Truenos quien, a decir de la abuela, había tenido una vida muy desgraciada. Contaba que el día que nació aquel hombre, los carlistas entraron en el pueblo a tiro limpio y su madre tuvo un parto traumático. Desde niño ya había mostrado una salud muy endeble. Decían que cuando el médico le preguntaba qué le sucedía, una y otra vez, invariablemente respondía que oía como truenos en la cabeza. Aquel estrépito lo convirtió en un ser atormentado.
La Pulida era una mula tranquila. Es verdad que de cerril se espantaba de su propia sombra y que seguía siendo incapaz de evitar los respingos cuando oía el cacharreo del hato sobre su albarda, pero, por lo general, yo diría que era eficiente y noble.
Madre me llevaba desde niño a regar el huerto cuando la tanda del agua nos correspondía en plena noche. Allí me ponía en cuclillas, con un farol, para advertirle cuándo llegaba el agua al final del surco. Pero, la verdad, la noche en el monte no tiene comparación. La oscuridad te engulle, te arrebata el sentido de la orientación y entonces uno debe confiar en el instinto del animal. “Tú dale rienda a la mula, que ella sabe”, me había advertido madre.
Supe que habíamos alcanzado la Pinada del Eriago porque el golpe seco de los cascos dio paso a un rumor blando sobre el camino cubierto de mantillo y acículas de pino. Entonces me llegaba nítido el fuelle de los ollares del animal.
Hosco, misántropo, con un humor de perros y malencarado (la abuela decía que no había conocido en su vida a un hombre tan feo), el tío Truenos vivió siempre solo, acosado por aquel extraño trastorno y por los mozalbetes de mala ralea que hacían mofa de él y que, en los últimos años, acabaron colgándole el sambenito de endemoniado. Yo sentía mucha pena de aquel hombre, pero, lo confieso, cuando oí que encendía las mangas de las camisas de aquellos golfillos que lo denigraban y que hacía bailar las tenazas por la cocina con la mirada, tomé la determinación de no pasar ante su puerta. Prefería dar un rodeo antes de exponerme. Había un no sé qué en sus ojos que me producía escalofríos.
El denso dosel de copas me impedía ver las estrellas y caía sobre mí como una gigantesca tapadera. Entrecerré los ojos contra la negrura impenetrable, tratando de arrancarle alguna forma al vacío; el esfuerzo era tal que me dolían las sienes y sentía las órbitas a punto de estallar. Y entonces sucedió que algún portillo de los que contienen el espanto cedió y mi mente se pobló en unos instantes de todas las sombras del pasado. Emergió como un ogro el oprobio de no haber sido capaz, por puro miedo, de dormir solo en mi habitación hasta los doce años. Se me representó también el Nazareno de debajo del coro, quien, con el solano que se filtraba por un ventanuco, balanceaba su brazo a un paso de donde yo debía hacer sonar la campana. Acudió igualmente aquel espanto de ser que deambulaba por mi cuarto en las noches de fiebre. Para colmo, me vino a la mente que justamente allí, al lado del camino de la pinada del Eriago, se alzaba una cruz de piedra en el lugar donde asesinaron al pastor Pasoslargos.
Todo mi cuerpo se tensó como una ballesta. Sabía que de ahí a los temblores mediaba un corto trecho. No obstante, traté de sobreponerme y de cortar el paso al pánico. Me incliné sobre la crin de la mula y le di unas palmadas en el cuello mientras le hablaba bajito, pero con intensidad:
– ¡Vamos, vamos! Estás haciéndolo bien. La pinada, ya estamos en la pinada. De aquí a Veredilla, dos pasos. ¡Vamos!”.
Pero, para mi desgracia, la mula se detuvo en seco. Comprendí de inmediato que algo o alguien se interponía ante nosotros. La Pulida no era de aquella clase de mulas negligentes que se detienen caprichosamente a ramonear por los bordes de los caminos. Percibí claramente cómo alteraba el ritmo de su respiración, como un apneico. Resollaba haciendo vibrar los belfos. Luego aspiraba a pequeñas bocanadas, como si tratase de captar los efluvios del obstáculo que nos cerraba el paso.
Decidí darle tiempo. En ocasiones solo se trataba de una serpiente o de algún animalillo en medio del camino. Por otro lado, en el monte, el mayor peligro podía ser un zorro famélico, un corzo desorientado, un venado... Según el abuelo, hacía ya ochenta años que se habían exterminado los últimos lobos. Así que al cabo de unos minutos sacudí el ramal en el aire y arreé a la mula.
– ¡Vamos! ¡Andando! –dije, como si fuese capaz de comprenderme.
Y me comprendía, pero no se movió un ápice. Al contrario, comenzó a resoplar más nerviosa. Movía las manos de un lado a otro, con saltos cortos y cada vez menos previsibles y cuando taloneé los ijares para obligarla a andar, el animal respondió con un brinco torpe y un amago de rebuzno.
En ese momento hubiera dado años de mi vida por poder ver, por discernir en la negrura qué había delante de nosotros, qué cosa tremenda impedía a la Pulida seguir el camino. La situación me desquiciaba. Allá, atrás, en Otero había un hombre moribundo y sobre mí recaía una pesada responsabilidad. No había otro remedio que forzar la situación: me agarré con fuerza a la cincha, enrollé el ramal en la otra mano, dejando un cabo, y descargué dos trallazos sobre las ancas. Mi temor era que la reacción violenta de la mula diese con mis huesos en el suelo, y a punto estuvo de ser así, pero no por el alarde del arranque sino por la cabriola del animal. Es verdad que las caballerías de tiro y yunta no son muy dadas a rampar, pero lo cierto es que la Pulida, excitada y yo diría que hasta enloquecida por aquello que la agitaba desde lo oscuro, hizo dos amagos y acabó alzándose sobre sus cuartos traseros.
La angustia me atenazaba. Desmonté. Me aproximé a la cabeza del animal. La tomé del ahogadero. Pasé mi mano por su testuz. Me sinceré con ella: “ Verás, estoy en un grave apuro. No puedes dejarme aquí, en medio del monte. ¿Qué te pasa? ¿Porqué no quieres seguir? Entiende que si volvemos al pueblo sin el médico…, no quiero ni pensar en la vergüenza que sentiré. Eres buena mula. Sé que no debí golpearte con el ramal. ¿Puedes perdonarme?”. Y a todo esto la Pulida asentía con pequeños gruñidos, como si me comprendiera, aunque noté que aumentaba su inquietud.
Cuando acabé mi plática con el animal me llegó el primer murmullo del viento en las copas de los pinos. En unos instantes arreció y tuve la impresión de que la quietud de aquella noche de calma oscura se transformaba, por momentos, en un torbellino que nos envolvía. Además, un hombre a pie se sabe más vulnerable, por más que lleve a su bestia al lado. Quedé desprovisto de la preeminencia de la montura y, de pronto, la noche se me hizo aún más negra y hostil.
Sentí como si el vendaval se armase en secreto allá, en alguna hondonada, y viniese hacia nosotros como una hélice gigante. La Pulida resoplaba y pateaba el suelo con fuerza contenida, hasta que de una violenta cabezada arrancó la rienda de mi mano. Comencé a llamarla a gritos. Sentí que iba a llorar. El viento era ya un huracán y me hallaba en su vórtice. Me movía a tientas, buscando la mula, como si fuera lo único que podría hacerme regresar al mundo. Un leve ronquido me orientó. Barrí con mi mano la nada y así de nuevo el ramal, y, lo confieso, rompí a llorar abrazándome al animal. Y así permanecimos mientras el ventarrón rugía y descuajaba ramas de los pinos que caían como derribadas por el rayo.
Cerré los ojos y creo que porque los otros sentidos afinaban su percepción, oí claramente: ESSS MÍOOO, ESSS MÍOOO, pronunciado en repetidas ocasiones. Traté de persuadirme de que aquello no era otra cosa que el oxeo del vendaval en los pinos, pero cada vez me llegaba más nítida aquella voz tenebrosa y aterradora: ESSS MÍOOO, ESSS MÍOOO. No sé cuánto tiempo permanecí abrazado a mi mula, solo sé que la calma volvió tan bruscamente como había comenzado la ventisca. ¡Qué difícil se me hacía explicarme lo que acababa de vivir!
Tiré suavemente de la rienda de la mula y vino tras de mi con la docilidad que era propia en ella. Ya no quise montarla, quizás era mi forma de agradecer su comportamiento. Me sentía unido a ella y aquella noche la Pulida se ganó mi afecto más absoluto.
Al entrar en Veredilla el reloj de la torre comenzó a desgranar la hora. Conté atento las campanadas, doce. ¿Cómo podía ser? Si yo había salido de Otero hacia las nueve y media… ¡No era posible! Eso significaba que la mula y yo habíamos estado atrapados en el torbellino más de una hora.
– El tío Truenos, bahh –dijo con desdén don Sixto –. ¿Ya estamos de tiroteos otra vez?
– No, señor – repuse –, esto parece más grave. La tía Encarnación ha dado a entender que la cosa está muy fea.
“Tú, hermoso, si lo ves pimplado, no le dejes coger la mula no sea que se caiga y se desgracie; lo montas en La Pulida contigo” , me había advertido madre, pues todo el mundo sabía que el galeno era cofrade de Baco.
Para evitar problemas le propuse que montase en mi mula. Yo la llevaría del ramal. Alguien lo traería de vuelta… Sugerí, eso sí, tomar el camino de la vega, pero el hombre, con muy buen criterio, dijo que ni se me ocurriera.
Al atravesar la pinada del Eriago, tanto la mula como yo tropezamos con pinochas que había sobre el camino, lo cual disipaba la idea de que lo sucedido allí hubiera sido una quimera.
– ¿No habéis tardado mucho? – preguntó madre preocupada cuando llegamos a Otero.
Yo me abracé a ella, lo cual la alarmó.
– ¿Estás bien, hijo? ¿Ha sucedido algo?
Evité mirarla a los ojos, pues las madres saben leer la mirada de sus hijos mejor que nadie, y no respondí. Uno tiene su orgullo.
Don Sixto se aplicó con el paciente: colocó el termómetro en la axila y extrajo su reloj de bolsillo mientras con la otra mano palpaba el pulso.
– Creo que no llegamos a tiempo – dejó caer, mirando al coro de mujeres, que, lejos de retirarse a sus casas, había aumentado.
Luego extrajo el fonendoscopio y recorrió cuidadosamente el pecho del tío Truenos. Mientras oía los sonidos del paciente, cerró los ojos y alzó la cara, como los ciegos. Después remangó la manga y tomo la presión arterial. Su gesto se ensombreció. El resultado no era bueno.
Como el enfermo apenas emitía algún sonido gutural quejumbroso, el doctor preguntó a las mujeres por el tiempo que llevaba en aquel estado, cómo había comenzado a sentirse mal, cuánto hacía que respiraba de aquel modo… Y a todo esto dio cumplida respuesta la tía Encarnación, que se había erigido en portavoz de las veladoras.
– ¿Os parece bien si llamamos al cura, para la extremaunción? – preguntó la mujer.
Entonces, el tío Truenos alzó el brazo con movimientos dubitativos, como si se tratase de una extremidad de autómata, y negó con el índice.
De madrugada, cuando se oyó el primer canto de los gallos, se emborrascó aún más la respiración y el médico volvió a tomar el pulso. Luego abandonó la habitación negando con la cabeza, mientras las acompañantes comenzaron a coro a sisear un rezo bajo y oscuro que el moribundo no podía comprender.
A punto de amanecer, dos sonoros estertores pusieron fin a la vida del tío Truenos. Don Sixto se aproximó, esperó unos minutos y comenzó por forzar la apertura de los párpados enfocando a los ojos con una linternilla, después aplicó de nuevo el fonendoscopio, palpó el pulso, aplicó un espejito ante la boca y la nariz y se volvió a las mujeres e indicó con un gesto de la mano que el tío Truenos había fallecido.
Se santiguaron casi al unísono. Se oyó un “Que en paz descanse” y un “Así sea” en coro. Un par de mujeres implaron dejando escapar algún sollozo. Luego salió don Sixto a preparar el certificado y todas lo siguieron. La última apagó la luz del cuarto.
La primera claridad del día, fría y mortecina, se filtraba por un ventano de cristales polvorientos y teñía de sombras violáceas y cenicientas la cara arrugada del cadáver del tío Truenos. Hice acopio de valor; quería mirar a quien tanto espanto me producía en vida. Me aproximé despacio a la cama del finado y miré, prevenido, como quien mira algo que puede helarle la sangre con solo verlo. Mas no había sino oscuridad, pues las cuencas de los ojos se habían hundido hasta el cerebro. Di un paso más y me volqué sobre el difunto. Entonces presencié con horror cómo emergían de las negras órbitas dos ojos cuyos párpados se abrieron mientras, a un tiempo, de los labios del cuerpo muerto del tío Truenos brotaron, con el acento tenebroso y aterrador que yo había oído en el monte, dos palabras: ESSS MÍOOOO, ESSS MÍOOO.
Apenas podía sostenerme en pie del pavor que aquella escena me había producido. Salí como pude y fui por el pasillo apoyándome en las paredes. Abandoné la casa y corrí hasta campo abierto. Allí recobré algo el ánimo y la respiración. Y me juré a mí mismo que jamás diría nada de lo sucedido. ¿Quién iba a creer lo del extraño torbellino en el monte? Y más aún, ¿quién iba a creerme si decía que el cadáver del tío Truenos me había hablado? Si se me iba la lengua, todo lo que dijera iría en merma de mi buen juicio y de mi valor. Era mejor callar y vivir del mejor modo con aquel siniestro recuerdo.
Rumié aquellos sucesos durante años y fue varias décadas más tarde cuando encontré una explicación plausible. Sucedió cuando vi el film El Exorcista. Entonces comprendí que el demonio que coloniza un alma habla desde dentro del cuerpo, pero no con el tono y el timbre del poseído sino con la voz espectral del maligno. Así llegué a la conclusión de que el tío Truenos, en efecto, estaba endemoniado, y que fue el mismo demonio quien obstaculizó mi marcha con la mula por el camino del monte aquella noche aciaga, pues temía que la llegada del médico a tiempo pudiera detener el desenlace fatal y arrebatarle un alma que ya tenía ganada para el reino de las sombras.

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