sábado, 24 de octubre de 2015


   

LEYENDA DE LA CUEVA DE LA MORA

   A caballo entre los límites de La Ventosa y de Las Cuevas de Velasco se halla la cueva de la Mora. Se trata de una antiquísima gruta excavada por la mano del hombre con una idea muy concreta, la de captar venas de agua  para surtir una pequeña poza.

   Desde tiempo inmemorial la cueva ha venido surtiendo a pastores y campesinos del lugar. Su agua fresca y fina atraía hasta allí a los segadores que bregaban por el Vallejo o por Los Llanos. También llegaban por un sendero, cuya traza aún se aprecia muy bien, desde los olivares de La Ventosa. Se llenaban las cubas y las botijas cuando el personal  se ocupaba de los olivares ya fuera en la recogida de la aceituna ya en la poda de los olivos ya en las demás faenas del laboreo de la tierra.

   La cueva de la Mora es de hechuras claramente diferentes  a las demás cuevas del término y parece evidente que su utilidad no fue nunca la de servir ni como almacén  ni como cocedero de vino pues sus dimensiones son más reducidas que las de las cuevas-bodega y tampoco cuenta con los acostumbrados nichos para alojar las tinajas. Para completar el inventario de diferencias, la cueva de la que hablamos es, como hemos dicho, un manantial, y cuenta en toda época del año con unos centímetros de agua que se remansa en su boca o se vierte a las pozas exteriores.

   Algo que sorprendió siempre y sigue llamando la atención de quienes aún hoy día se acercan a la cueva de la Mora son los extraños ruidos que surgen de su profundo vientre. Se trata de sonidos que se asemejan a gemidos y a remotos gritos de extrañas criaturas. Se especula con si se tratará de los murmullos del agua al abrirse paso entre las grietas y escurrir por los muros. También se sospecha de que pueda deberse a los “diálogos” que mantiene la nutrida colonia de murciélagos que suele habitar en las profundidades de la cueva.

   Muchas personas se han atrevido a explorar la cueva de la Mora. Cuando se hacía con velas, éstas, extrañamente, se apagaban a los pocos metros de la entrada. Mientras que las exploraciones más modernas, ya con linternas, no han sido capaces jamás de alcanzar el final de las galerías. Se dice que la única vía de entrada se bifurca en dos más pequeñas formando así una Y griega y más adelante, ya sea por la amenaza de derrumbes o porque la oquedad reduce sus dimensiones no es posible continuar.

   Pero pasemos al relato de una de las dos leyendas que hacen de esta cueva un lugar misterioso y mágico.


      Dicen que era Rodrigo Fáñez un joven muy apuesto, adornado de virtudes entre las que destacaba la valentía. Su padre, alcaide del castillo de Las Cuevas de Cañatazor, había recibido el encargo del Rey de defender el fuerte contra las incursiones agarenas.
   El joven aprendía del buen gobierno de su padre quien aplicaba el Fuero otorgado por el monarca a la ciudad de Huete y a toda su Tierra, donde se encontraba el pueblo de Cuevas de Cañatazor y se ejercitaba en el combate como un soldado más de los que componían la guarnición de la plaza.
   Un día salió el gallardo caballero de caza con su halcón y, habiéndose alejado de la villa, sintió sed. Se dirigió a una fuente muy antigua  que había por aquellos parajes, excavada en roca a modo de una cueva,  y antes de llegar a ella vio que una joven llenaba su cántara en el chorrito de la fuente. Se aproximó y saludó a la moza:
-         Buenos días.  ¿Cómo te llamas, muchacha?

   La joven apartó la toca con la que cubría su rostro  y miró a Rodrigo. Sus ojos eran bellísimos y ella por extremo bella, hasta el punto de que el joven se turbó contemplándola.
-         Marién, señor. Mi nombre es Marién.
-         ¿Eres de Las Cuevas de Cañatazor? – preguntó Rodrigo.
-         Sí, señor. Mi padre es el Mulá Aziz.

   De inmediato Rodrigo relacionó la extraña indumentaria que lucía la joven con las familias de moriscos que se habían instalado en el pueblo. Se necesitaban buenos artesanos, sabios campesinos y los moriscos eran auténticos maestros en muchas artes y oficios.
-         ¿Me das agua, Marién?

   La muchacha se aproximó y ofreció su cantarilla al joven, que la tomó sin dejar de mirar aquellos ojos que lo desconcertaban.
   Ante la curiosidad de Rodrigo, la joven le dijo que su padre y otros hombres cogían aceituna en el Vallejo y que la habían enviado por agua. Añadió que no debía demorarse. Así que se despidieron amablemente. Ella tomó el sendero del valle y él siguió con la mirada su silueta atentamente hasta que desapareció a lo lejos.
   En los días sucesivos Rodrigo acudió impaciente a la fuente en la cual había conocido a Marién. La muchacha se las arreglaba para no faltar a su cita no acordada. Y así fue surgiendo entre ellos un amor arriesgado, una relación furtiva e imposible, pues ambos sabían que sus religiones y todas las convenciones y costumbres de sus grupos familiares respectivos no admitirían jamás un compromiso entre los dos jóvenes de credos diferentes.
   Marién mostraba cada día lo mejor de sus dones: la sencillez, la discreción, la prudencia, la fascinación por el saber y el gusto por las cosas hermosas de la vida. Rodrigo, por su parte,  no salía de su asombro al comprobar que había encontrado donde menos lo esperaba a la persona que atesoraba, y en grado sumo, todas las gracias que en su mundo convertían a una mujer en digna de admiración y que despertaban la fascinación de los hombres honestos.
   En pocos días el amor prendió en los dos con fuerza. Marién sabía bien que Rodrigo estaba lejos de sus posibilidades y toda aquella quimera se le antojaba un bello sueño. El muchacho andaba preocupado porque la mirada de aquella mujer inoculaba el suave veneno del amor en sus ojos y no hallaba la forma de ver aquel lance como una aventura pasajera, sino, más bien, sentía que Marién era ya parte de sí y una necesidad imperiosa para su vida.   
   Finalizadas las tareas en los olivares de El Vallejo, la joven ya no tuvo pretexto para volver a aquel apartado lugar, por lo que Rodrigo se vio obligado a buscarla con una tercera, a través de la cual enviaba mensajes que encendían más aún el cariño que la joven sentía. Un día tuvo el atrevimiento de enviar a Marién un peine de plata, obsequio que agradó mucho a la joven.
   Mas, como el diablo no descansa, entró en la alcahueta, que hacía de recadera y confidente de los amantes, y desbarató el orden de su conciencia. Entonces, la insensata mediadora cometió la debilidad de ir al padre de la muchacha para confiarle el secreto de su hija.
   El Mulá Aziz era un musulmán viejo que gobernaba su clan familiar,  según la doctrina del Profeta, con mano férrea y con un celo digno de un enfebrecido ayatollah. Por ello, cuando oyó la confidencia de la celestina enfermó de ira, rugió, bramó y  ordenó que trajeran a su hija ante él.
-         ¡Hija renegada! ¡Infame! ¡Serpiente a la que crie en mi regazo con tanta dulzura y ahora me emponzoña y me hiere de esta manera cruel! ¿Qué has hecho, hija mía? ¿Qué has hecho? – gritó enfurecido.

   La joven no respondió. Hundió la cabeza y se mantuvo inmóvil, paralizada ante el furor que mostraba su padre. Pero el hombre no se detuvo.
-         ¡Maldita! ¡Perversa! ¡Ingrata! Antes dejaré yo a los buitres arrancar mi corazón que dejar que tú, mi tesoro, mi bien, caigas en los brazos de un perro cristiano. ¡Un perro cristiano! – repitió  escupiendo las últimas palabras.

   El amor es suave como una pluma, es dulce como el aguamiel, es invisible, es una idea apacible, un sueño dorado…, pero cuando se manifiesta con firmeza cobra el empuje de un torrente, la dureza de una roca, la fuerza de mil bueyes. 
   Marién, lejos de amilanarse y de renegar de su amor, una vez amortiguada la cólera inicial de su padre, amparada por su madre y por las demás mujeres de la familia, cobró el valor necesario para manifestar su determinación de proseguir su relación con Rodrigo.
   El Mulá Aziz también había tomado ya también su determinación de visitar a una maga mora que vivía en el pueblo, la cual, tras unas averiguaciones prodigiosas, advirtió al Mulá  de que el amor que su hija sentía por el caballero cristiano era puro, firme y que no había encantamiento ni ensalmo ni monserga que pudiera lograr enturbiar o debilitar ese sentimiento.
   Insistió el moro, herido por lo que consideraba grave deslealtad de su hija a los principios de su estirpe y de su fe, hasta que la hechicera le dijo:
-         Said, yo podría hacer desaparecer a vuestra hija, pero el conjuro es tan poderoso que, una vez ejecutado, es imposible regresar a la persona  que ha sido transportada a las regiones de la Yanna.

   La Yanna es para los musulmanes una especie de jardín de las delicias o paraíso del más allá.
   El Mulá meditó unos segundos.
-         Dispón lo necesario y adelante – ordenó secamente.

   Mientras tenían lugar estos acontecimientos, Rodrigo, confiando aún en la traidora, enviaba misivas a su enamorada de las que no recibía noticia. Se mostró inquieto y comenzó a averiguar por otros caminos el modo de encontrarse con Marién, pero ya era tarde. Una noche, la muchacha fue llevada a la fuerza a las afueras del pueblo donde tenía su guarida aquella perversa mujer y contra su voluntad fue sometida a un siniestro conjuro. Luego, desmayada, la llevaron a su casa y la acostaron.
   Al amanecer, Marién no estaba en su cama. El padre lloraba amargamente y la madre, sabedora también de la inquietante iniciativa en la que se había empecinado su marido, no hallaba consuelo a aquella pesadilla. Vinieron familiares y preguntaron por la muchacha, pero el Mulá ordenó tajante que nadie la mentase y que nadie la buscase.
   Se corrió así un pesado velo de olvido sobre la suerte de Marién. Las bocas se sellaron dejando ahogadas las pesadumbres, los desconsuelos y los llantos.
   Rodrigo Fáñez solo pudo saber la mala nueva de Marién después de unos días, cuando un pariente sobornado le informó de los  terribles sucesos.
   Se le rompió el alma y creyó enloquecer. Vagó entristecido y hundido. En el castillo todos temieron que el hijo del alcaide padeciera una extraña enfermedad. No había herida más grande que su desconsuelo. Había perdido a la mujer que había despertado toda su capacidad de amar.
   Un día, se arrastró abatido y melancólico hasta donde vivía la maga y, a pesar de la advertencia del Mulá, la pérfida mujer, movida por la promesa de una pingüe recompensa, habló.
-         No sabía, señor, que vos amabais tanto a esa mujer –mintió-. Su padre me rogó encarecidamente que la sometiese a un sortilegio.
-         Pedidme dinero, joyas, lo que deseéis, pero haced volver a Marién – suplicó el joven llorando.
-         Me temo que eso no es posible, muchacho - respondió la bruja.
-         Haz que sea posible. De lo contrario mi vida no vale un comino – insistió Rodrigo.

   Viendo el mal que asolaba al joven enamorado y la honda pena que le afligía, se compadeció de él y le dijo:
-         Muchacho, es imposible que yo pueda retornar a Marién de la dimensión en la que se halla ahora.  Pero, por el amor que veo que sentíais, puedo hacer que la veas un instante, una vez al año, el día del solsticio de verano, el 24 de junio, al rayar el alba.

   Rodrigo partió de aquella casa con el ánimo abatido, pero una tenue luz de esperanza iluminaba su sombrío pensamiento.
   Esperó con resignación la llegada del día que le había anunciado la maga. Y, siendo aún noche cerrada, tomó su caballo y se dirigió a la lejana fuente donde había conocido a Marién, pues las indicaciones de la hechicera señalaban aquel lugar como el escenario en el que podría materializarse el encuentro.
   El día clareaba. Las sombras se disipaban y una tenue luz iba esparciendo su resplandor por el Vallejo. Rodrigo Fáñez se situó a caballo frente a la fuente, impaciente, percibiendo el fresco del amanecer, mientras aún se oía el canto roto de algún grillo y en el verde de los pinos se iban abriendo las alas.
   De la enorme mancha anaranjada de oriente surgió al fin un rayo pajizo que atravesó los aires y vino a posarse sobre la roca en la que se abre la fuente. Y justo en ese instante, la bella joven mora apareció como una diosa ante los ojos de Rodrigo.  Peinaba su largo cabello con el peine de plata que él le había regalado. Su mirada era serena,  nostálgica y llena de ternura.
   Rodrigo se apeó del caballo y tendió la mano para tomar la de la joven. Mas a pesar de que ella le correspondió con igual gesto, ambas manos no llegaron a tocarse pues la imagen de Marién no era material sino una suerte de espejismo.
   Allí quedó el mancebo con la mano tendida y sus ojos puestos en los de su amada  en un diálogo visual de enamorados que solo interrumpió el astro rey cuando asomó definitivamente su enorme ojo por encima de las montañas. Entonces se disipó la imagen de la bella mora y Rodrigo retrocedió agitado por el espanto.
   Fue inútil volver a la fuente uno y otro día. Solo el recuerdo de la visión de su amada amortiguaba a duras penas su infortunio. Habría que esperar un año más para ver la imagen de la mujer a la que amaba y por la que hubiera dado la vida.
   Pronto la gente del pueblo, enterada de los prodigiosos sucesos, comenzó a llamar al lugar Cueva de la Mora. Y las noticias de los acontecimientos que allí tenían lugar una vez al año, el día 24 de junio, se extendieron por los pueblos colindantes e incluso por la comarca, de manera que cada año, en la fecha del prodigio, se daban cita ante el manantial muchas personas deseosas de ver la aparición.
   Hay quien ve aún, a pesar de los siglos transcurridos, claramente, la imagen de la bella mora Marién y el caballero Rodrigo tendiéndole la mano, el día 24  de junio, al despuntar el día.


   Y se dice que solo quienes no aman intensamente, los necios embaucadores y los falsos amantes son incapaces de ver el prodigio de la Cueva de la Mora.

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