miércoles, 3 de octubre de 2018

                                    PASEO MATUTINO 




Son las siete y media de la mañana. Estoy en la fuente Canela esperando a las caminantes. El aire, alrededor de la iglesia, hierve de pájaros, sobre todo oncejos, golondrinas y gorriones. A estas horas en las que, especialmente en el estío, el común de los mortales duerme plácidamente, las aves mantienen una actividad frenética. 

Aparecen Puri, Carmen y Gemma por El Boquete con la perrita Luna y, tras el protocolo de los buenos días, echamos a andar hacia el monte. 



En el huerto del Lavadero, Emilio, espalda doblada, se afana buceando entre las plantas de tomate que comienzan ya a mostrar el rosa y el carmesí de sus primeros frutos. 

- Buenos días. 

- Ey, buenos días. ¿Ya vais al paseo? 

- Ahí vamos. 

Aún percibimos el murmullo del chorro de la fuente del Caño, cuando, al cruzar el puentecillo de La Duz, nos inunda el fresco olor a rastrojos recién segados. Es uno de los aromas inconfundibles de nuestros campos en estos primeros días de Agosto. 

La cuesta de La Duz no es más que una rampa con una ligera inclinación, pero se hace larga. Me pregunto si será por esta vida algo desordenada que lleva uno en las vacaciones. 



El camino está jalonado de cardos azules, los llamados cabeza de erizo, que salpican los costones de esferas celestes; avena loca, cuyos delicados tallos se cimbrean como delgadísimas bailarinas con la brisa de la mañana; altas y espinosas tobas, con sus corolas violáceas; achicoria, que nos mira desde sus mútiples ojillos de pestañas azules…La salvia, la escoba amarga, la milenrama, el bálago y cien plantas más con las que la lluviosa primavera ha bendecido estos campos enmarcan el camino, que cambia de aspecto al entrar en la Edesa. 

Luna, ya libre de su cadena, corretea incansable a un lado y otro del camino y ladra a los saltamontes enfrentándose a ellos como si fueran colosales y peligrosos bicharracos. 



En la Edesa, nombre con el que se conoce en el pueblo la dehesa, predominan los quejigos, o robles de estas tierras, y las encinas. La voz de nuestra conversación encuentra eco y el fresco se hace más intenso. Es un auténtico placer esta brisa fresca que viene a sofocar los calores abrasadores de los últimos días y a orear y refrescar los cuerpos de los caminantes. 

El camino de la Edesa es aseado, bien trazado y cómodo, como pensado para caminar sin obstáculos quienes vivimos en la ciudad. Y así, enredando conversaciones sin mucha sustancia, como corresponde a los cuatro caminantes que lo que pretenden es relajarse, aflojar los espíritus de las ataduras de lo cotidiano y distraerse, sin querer, dejamos el dominio de los robles y nos internamos en el de los pinos.


Aquí, la tupida bóveda arbórea y el abigarrado ejército de troncos que nos rodea confiere al camino un aire más misterioso. El pueblo queda ya lejos y, a pesar de la compañía, uno no logra sustraerse del todo del proverbial espanto que el bosque produce en las personas. 

Ante las ruinas del Corral del Pollo captamos las imágenes que nos permitirán recordar por esas ventanitas que son las fotografías estos paisajes y los deliciosos paseos del verano del 18. 



De regreso hacia el pueblo, la charla entre los cuatro caminantes se desgobierna de tal forma que vamos saltando de un tema a otro, todos profanos, sin orden ni concierto, y riendo a cada chanza, mientras nos observan desde su gravedad los mudos troncos de los robles adolescentes y algunos lirios de monte, delicados y elegantes, que suavizan las aspereza del suelo del bosque. 

Nos detenemos a coger una ramita de morquera y a oler el romero y el espliego. Luna se desmelena y la emprende a ladridos alarmantes y escandalosos con no se sabe qué alimaña que solo está en su imaginación. 





La esbelta y sólida torre de la iglesia de Cuevas se asoma por encima del Otero para darnos la bienvenida. Y en un suspiro, los cuatro caminantes nos hallamos de nuevo en el punto de partida, la fuente Canela. Miramos los relojes y las aplicaciones del móvil, aunque lo cierto es que lo de menos es el kilometraje, el horario y las calorías consumidas. Nos importa más el largo y sano abrazo que la naturaleza acaba de darnos y este tiempo para confraternizar, apretar lazos y vaciar la mente de prisas y agobios. 




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