jueves, 22 de abril de 2021

                                               EL GALGO Y LA LIEBRE

Dibujo de Sofía López

                                    

La caza fue desde los orígenes del hombre una actividad fundamental. Siempre estuvo ligada a la obtención de alimentos para subsistir. Se practicaba, junto a la recolección, como un modo de explotación de los recursos naturales que ofrecía la tierra. Pero en la actualidad ha desaparecido por completo esa primitiva motivación. Hoy día se caza casi exclusivamente por placer, por deporte o empujados por aquel afán ancestral alimentado por lo religioso o lo mágico.


En Las Cuevas de Velasco siempre hubo gran afición por lo cinegético. El que más y el que menos tenía su escopeta y algún perro para la caza. También hubo siempre sus chanzas y sus piques entre cazadores.


En la taberna, durante las largas veladas de invierno, solía desatarse la verborrea y a veces también la prodigiosa imaginación de los cazadores. Era frecuente asistir al relato, más o menos etílico, de las gestas que narraban cómo se había cobrado una pieza difícil o que referían las astucias y habilidades del podenco de turno.


El Vallejo visto desde la Cueva de la Mora

De entre estos hechos prodigiosos destaca uno que ha quedado en la memoria colectiva del lugar como paradigma de las proezas caninas en un lance de caza.


Ocurrió hace mucho, aunque, como suele suceder con estas cosas, no hay modo de precisar en qué tiempos tuvo lugar.


La cosa comenzó con una liebre díscola a la que no había modo de atrapar. Y el caso es que el animal debía poseer la astucia y la rapidez habituales de las que hacen gala los de su especie, pero tanto ponderar sus tretas y magnificar sus carreras acabó por convertirla en el trofeo más codiciado de la comarca y aún de la provincia.


Se encamaba siempre en Los Llanos y cada vez que la levantaban los perros se iniciaba una espectacular carrera plagada de quiebros vertiginosos que acababa inexorablemente por alguno de los múltiples perdederos que existen por aquel paraje.

Entrada a la Cueva de la Mora

Como ya había burlado a varios cazadores del pueblo y dejado en evidencia a los mejores perros, la liebre de Los Llanos se convirtió en el principal tema de las charlas de la taberna. No había discusión o dialéctica que no acabase enredándose con la mentada liebre, hasta el extremo de que todo el mundo en el pueblo conocía ya sus artimañas y prodigios.


El asunto adquirió mayor notoriedad si cabe cuando en poco más de una semana, la liebre reventó a un galgo y desnucó a otro en un zigzag violentísimo en sendas carreras trepidantes.


A raíz de este último episodio la historia de aquella pieza tan esquiva llegó a oídos de un cazador de la Mancha propietario de un galgo ganador en varios certámenes de caza. Y el hombre, sin pensarlo dos veces, se presentó un día en el pueblo con su flamante galgo.


Saltaba a la vista que el can, que atendía por Almanzor, tenía un aire refinado y no solo por un chocante faldellín adamascado con ribetes almenados con el que venía ataviado sino también por su pelaje suave y brillante y por su expresión de can palaciego. Calzaba petetes de lana y se le daba de beber y se le ofrecía la comida en marmitas relucientes.


Interior de la Cueva de la Mora


Llegó el día del enfrentamiento: la liebre más veloz, la más astuta y resabiada contra el lebrel más rápido, el más laureado. El pulso prometía, pero en el pueblo se imponía la opinión de que aquel animal no estaba preparado para bregar por las adusteces de los montes locales y que en cuanto el matacán saltase de su encame perdería a Almanzor de vista en un visto y no visto.


Así que se vio la comitiva formada por varios cazadores y curiosos locales y el dueño del galgo en las proximidades del lugar donde solía encamar el famoso lagomorfo, se dispuso todo de manera que los ojeadores facilitasen en lo posible el trabajo al perro. Se despojó al animal de su ropaje, y el dueño le sacó los peúcos y le aplicó un masaje concienzudo en cada pie. Dijo que como esperaba que la carrera no fuera larga de ese modo Almanzor salía ya con los pies calientes.


Se llevaban las armas por llevarlas, pero se sabía de antemano que la liebre se levantaba cada vez más de lejos. Así que todo el éxito de la misión se confió al galgo forastero.


Echaron a andar, de forma natural, por no alarmar a la pieza. Caminaron durante un buen trecho sin resultado. Acabada la siega, los rastrojos ofrecían un buen escenario para una hipotética persecución, pero, nada, que si quieres.


Al fin, cuando se había batido una buena parte del terreno donde solía encamar, saltó la escurridiza liebre en un tomillar a la cabecera de un rastrojo. El campo entero fue un clamor himpando al can y de entre todas las voces sobresalía de forma autoritaria y enérgica la del amo del lebrel: “ ¡Ur! ¡Ur! ¡Vira! ¡Sal! ¡Oh!”. Gritaba de manera que parecía emplear un lenguaje que sólo el can comprendía bien y que iba previniéndole de cada una de las maniobras de la liebre.


Cuevas de Velasco al fondo, desde la Cueva de la Mora


Los primeros instantes de la carrera dejaron algo claro y es que Almanzor recortaba terreno a la liebre. El matacán realizó su recorrido casi ritual alternando trancos rapidísimos por los rastrojos con regateos eléctricos entre los sotos. Después traspusieron ambos por detrás de una loma como dos centellas. Cuando se perdió el contacto visual cundió entre los congregados en Los Llanos cierto desánimo, excepción hecha del dueño de Almanzor cuyo gesto no cedió ni un ápice al desaliento. Pronto se recobraron las siluetas del galgo y la liebre por el horizonte. Ahora se aproximaban a los cazadores. El hombre gritó que no disparase nadie. La proximidad entre el can y la liebre así lo aconsejaba. “¡Ur! ¡Ahiva! ¡Vira!”, siguió gritando


La liebre buscó el perdedero, pero antes de alcanzarlo recibió una tarascada del chucho que le cerró el paso. Se rehizo, siguió el camino, saltando a izquierda y derecha como un muelle enloquecido. Almanzor no cedía ni un centímetro. La cabalgada era vibrante y estaba superando de largo las expectativas de los asistentes.




De forma inesperada la liebre viró hacia el Vallejo, saltó desde un alto ribazo alejándose ladera abajo como un demonio. Almanzor se descolgó en ese salto algunos metros, pero sin perder la estela se esfumó también entre unas sabinas. La comitiva se desplazó a toda prisa por el camino con la esperanza de verlos reaparecer por los olivares del Vallejo, pero fue inútil.


Todas las escapatorias de aquella ladera podían controlarse claramente desde donde estaban situados los cazadores, atentos a cualquier movimiento entre las matas o a cualquier llatido del can, pero no hubo nada. Los dos animales habían desaparecido de forma extraña.


Por su parte, el dueño de Almanzor se mostraba tranquilo, confiado, como si de un momento a otro su perro fuese a aparecer, ufano, con la liebre entre sus fauces. Mas la espera se hizo larga y no hubo la menor señal del elegante galgo ni de la veloz liebre. Parecía que se los hubiese tragado la tierra.


Se dispersaron todos los hombres por la vertiente de la montaña registrando los barrancos uno a uno y batiendo meticulosamente hasta las matas más impenetrables. La llamada de uno de los cazadores del pueblo atrajo a los demás y al dueño de Almanzor ante la cueva de la Mora. La sospecha de los primeros momentos fue cobrando cuerpo y acabó por mostrarse como la explicación más sólida: por extraño que resultase, las huellas de la liebre y del galgo se internaban en la cueva.


La idea de que los animales hubieran entrado en la cueva resultaba inconcebible para un cazador, pero tras largas averiguaciones todos convinieron en que los rastros de ambos habían quedado perfectamente impresos en el barro de la entrada y que se habían adentrado en la cueva-manantial de la Mora. El dueño del galgo voceó su monserga una vez más: “¡Ur! ¡Ur! ¡Cobra! ¡Eooooo!”. Se pidió silencio y aplicaron el oído a la boca de la cueva; solo se oía el gruñido lejano de algún murciélago.


Se hacía hora de comer y los cazadores fueron abandonando el lugar perplejos. Después de los primeros veinte metros resultaba casi imposible el paso por la cueva para un hombre, pero no así para un can. Así que se desistió pronto del intento de penetrar en busca del galgo. El hombre de la capital mostró su preocupación. Tuvieron que persuadirlo de que era inútil seguir con las consignas.


A la tarde volvió la expedición de la batida, más nutrida aún. Recorrieron todo el terreno. Se pateó todo el Vallejo, se encaramaron de nuevo por la fuente del Tío Alfonsón hasta los Llanos. Otros perros siguieron el rastro que una y mil veces se perdía en la boca de la cueva de la Mora. No hubo resultado.


Todavía permaneció por el pueblo dos días el dueño de Almanzor, hasta que finalmente abandonó el lugar dando por perdido a su campeón.


Estos lances son relativamente frecuentes en las cacerías. Canes que se desorientan, que no conocen el terreno, que se obcecan tras una pieza y los alcanza la noche, caídas por precipicios en el fragor de la persecución. No son nada extraños, no. Y no habría aquí motivo para pensar que este hecho resultó extraordinario si no hubiera sido por lo sucedido solo unos días después.


Llegó a Las Cuevas de Velasco un marchante de azafrán, un hombre afable y hablador. Durante su estancia en el pueblo desgranaba, entre trato y trato, con un palabrerío portentoso todas las noticias y novedades de la capital. Esta vez en su perorata refirió un suceso que no dejó a nadie indiferente: al parecer, hacía unos días, dos ancianos que se encontraban por la zona de la Fuensanta, en Cuenca, habían visto con sorpresa cómo de una cueva allí existente salía una liebre como una exhalación perseguida por un galgo…


Se le rogó que refiriese de nuevo la noticia. Y el hombre, algo extrañado, lo hizo con todo detalle y confirmó palabra por palabra lo que había oído en la capital.


Esta historia contada por los ancianos del pueblo desde hace muchísimo tiempo no narra qué sucedió con la liebre y si fue finalmente atrapada. Tampoco aclara si Almanzor fue recuperado por su dueño.


Importa bien poco el pensar que entre Las Cuevas de Velasco y Cuenca median más de cinco leguas. Carece de importancia el especular con si es o no es posible que haya una cueva de esa longitud. Lo más importante es que el pueblo necesitaba hallar una solución para seguir soñando que existen las liebres míticas, inalcanzables y los lebreles bravos e incansables.


(En memoria de Miguel Delibes, maestro de maestros en las letras)



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