viernes, 18 de noviembre de 2016




            LA CONSTRUCCIÓN DE LA TORRE DE LA IGLESIA 




En nuestros días, a inicios del siglo XXI, siguen sorprendiendo las dimensiones de la iglesia de Las Cuevas de Velasco. Podemos imaginar el impacto que provocaría la alzada tanto de la nave de la iglesia como de su torre en los viajeros que llegaban hasta este lugar en el siglo XVI. 

Cuando a finales de dicho siglo Las Cuevas de Cañatazor superaba los 700 habitantes se hizo preciso construir una nueva iglesia. La anterior, románica, sería un pequeño templo muy semejante al que aún hoy podemos ver en Caracena del Valle, muy próximo a la carretera Huete-Cuenca. 

Seguramente sobre el emplazamiento de la antigua, tomando algo más de espacio, se dispuso un basamento sólido sobre el que levantar una mole de tal peso. 

En torno a la iglesia se conocen numerosos datos, pero también hay leyendas que le proporcionan ese aliento mítico que transmiten estas historias siempre a caballo entre lo real y lo imaginario. 



Desde siempre se habló de las bóvedas que se supone que existen bajo el basamento sobre el cual se asienta el templo. ¿Una cripta posiblemente? Lo que sí es seguro es que la nave de la iglesia se usó como enterramiento, como sucedió en el pasado en la mayoría de los templos. Pero se habla de bóvedas, techos con arcos que albergan una nave baja en el subsuelo de la iglesia. De ser así, lo más probable es que dicho habitáculo se encuentre bajo el presbiterio. De hecho cuando se construyeron las aceras que circundan los muros del templo apareció un nicho profundo en el extremo este de la nave, justo a la altura del altar mayor, por fuera del edificio. 

En otras iglesias en las que se han encontrado criptas éstas suelen tener una función de cementerio para dignatarios eclesiásticos o grandes benefactores del templo. ¿O dicha bóveda tuvo otras funciones? ¿Es posible que se tratase de alguna dependencia de la primitiva iglesia románica soterrada al construir la actual? No disponemos de datos para poder formular una hipótesis. Quizás el día que se emprenda la reparación del suelo de la iglesia, muy deteriorado en la actualidad, tengamos la ocasión de saber algo más. 



El templo lo levantó Francisco del Campo, maestro cantero cántabro perteneciente a una saga de constructores de iglesias, catedrales, conventos colegiatas, ermitas y obras civiles, algunos de cuyos miembros trabajaron en la provincia de Cuenca. Hay obras de esta familia en Huete, en la catedral de Cuenca, en El Provencio… 

La torre resulta sorprendente y destaca sobremanera en medio de las humildes viviendas de alzada modestísima. 

La leyenda dice que esta atalaya eminente iba a ser todavía más alta, quizá pensando en la doble función de campanario y de torreón vigía. 

Aún se encontraba revestida de andamiajes, poleas y cuerdas. La actividad era febril. Faltaba un año largo para el final de la obra. Se afanaban los canteros tallando cada pieza con sumo cuidado, los acemileros arreando a las bestias para elevar los pesados sillares hasta más de 30 metros de altura mediante garruchas chirriantes. Se oían las voces de los obreros dirigiendo las maniobras de colocación de las piezas de piedra, voces en una jerga propia del gremio de canteros de Ribamontán. Llegaban los carros, lentos, con mil estridencias de los ejes, cargados de enormes bloques de piedra arenisca procedentes de la cantera. Los curiosos observaban cada maniobra de la construcción con suma atención. 



Los dos primeros cuerpos de la torre ya estaban terminados. En el tercer cuerpo se abrían los ocho ventanos que , a parte de permitir volar a los cuatro puntos cardinales el tañido de las campanas lograban dar a la torre un aire más ligero y esbelto. En los vanos aún se conservaba el armazón de madera destinado a sujetar inicialmente los sillares hasta la colocación de la clave. 

La cuadrilla de albañiles había logrado colocar seis hileras de sillares por encima de los ventanones. Todo andaba según lo previsto. Se trabajaba a gran altura, pero los obreros, acostumbrados a esa labor aérea, se movían con absoluta destreza por el maderamen de los andamios. Hasta que, de pronto, un grito escalofriante rasgó el aire, seguido de inmediato por múltiples lamentos y expresiones de horror; un hombre había caído desde lo más alto de la torre en construcción. El impacto contra el suelo fue mortal de necesidad. Nada pudo hacerse por salvar la vida de aquel infortunado. Una gran consternación invadió los ánimos de todos los que trabajaban en el proyecto. La noticia se difundió por el pueblo en unos instantes, y se extendió por los campos próximos como una negra sombra. Todos los habitantes de Las Cuevas de Cañatazor acudieron abatidos al lugar del accidente. 



El hombre fallecido era un joven apuesto, quizás algo temerario, al que su sino le tenía señalado ese final trágico. El cantero que acababa de perder la vida en un fatal accidente era el hijo del Maestro, el hijo de Francisco del Campo. La inesperada muerte del joven lo sumió en una honda pena. Lloró amargamente la pérdida del hijo en quien hacía años que depositaba todo su saber con la idea de que prosiguiera la saga familiar de constructores de iglesias. Le partía el alma tener que volver a su tierra, ante su gente, llevando al hijo muerto. 

Se interrumpieron las obras por unas semanas, tras las cuales, se dice que Francisco del Campo, optó por concluir la torre haciendo el remate final en aquel punto donde se había producido el accidente. 

Una vez terminada, la torre alcanzó los 33 metros de altura, y sin embargo se dice que debería haber llegado más alto. ¿Quizás hasta los 40 metros? No lo sabemos. Tanto la nave del templo como la torre levantada a su pies conformaron en su tiempo un monumento grandioso, seguramente entre los más colosales de la diócesis. 


En cuanto al suceso, que se produjese un accidente mortal en una obra en la que acechaban múltiples riesgos y que podía durar años no debió ser algo excesivamente extraordinario.


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