miércoles, 27 de junio de 2018

 LEYENDA DEL "CRISTO DE LOS MOZOS", DE CUEVAS 



Una leyenda antigua narra la razón de la existencia de un cristo en la iglesia de Cuevas de Velasco. Se dice que dicha imagen fue traída al pueblo por un grupo de arrieros, quienes la tomaron de una ermita en ruinas…. 

Esta imagen está situada en lo más alto del altar mayor. Se recurrió a ella para sustituir al Cristo de la Misericordia, cuando la valiosa talla del Patrón estuvo en restauración. Por lo demás, la imagen de este Cristo, tiroteado en la guerra, se ha empleado poco para el culto, por la razón que explica también la leyenda. 

Reata de mulas transportando mercancías.


EL CRISTO DE LOS MOZOS 

Hacía dos largos días que habían salido de Las Cuevas. Y se encontraban a más de 15 leguas. Era aún noche cerrada. Hacía frío. El otoño se echaba encima precipitando la caída de la hoja y rociando los campos con las primeras escarchas. 

La expedición la formaban seis hombres, cinco de ellos mozos, y siete mulas. Llegaron aún con poca visibilidad a las salinas donde varias recuas de mulos y algunos carros se disponían a cargar. El alfolí, o almacén, de las salinas de… Villasalinas era un hervidero de empleados envasando, de hombres cargando las acémilas, de voces… Dos hachones y un gran fanal iluminaban el cobertizo donde se amontonaba la sal.

Altar mayor de la iglesia de Cuevas. en lo más alto se ve el Cristo de los Mozos.
El hombre de más edad, ajustó la cantidad a cargar, la calidad y el precio que se pagaría por ella. El capataz albalero que le atendió era un individuo osco e impertinente. Procedieron a preparar la partida de sal usando el encargado en este proceso intencionadamente diferentes medidas al mismo tiempo, de manera que tan pronto hablaba de cahíces, como de arrobas, como de cargas de mula. Y como el hombre de Las Cuevas temió por la sisa solicitó que los sacos se pesasen del modo tradicional. La sorpresa y contrariedad del capataz desvelaron sus aviesas intenciones, pero no tuvo más remedio que acceder a la petición del de Cuevas. Había una enorme romana que pendía de un gancho clavado en una viga del techo. Ataban una soguilla alrededor de cada fardo, lo elevaban a pulso. El empleado movía con una extraordinaria rapidez el pilón situándolo en la muesca. Parecía nervioso y no daba lugar a que el fiel se detuviera que era como se solían hacer los pesajes en cualquier lugar. Esto disgustó bastante al comprador que acabó por convencerse de que trataban de engañarlo en el peso. 

El camino de retorno era largo. Había que ajustar la carga muy bien. Con esta sal el pueblo tendría cubiertas sus necesidades para varios meses. Sal para las comidas; para las salazones, como el jamón y el salón; sal para los animales, especialmente para mulas y ganados… 

Antigua salega "lugar donde se ponía la sal para los ganados", en los Horcajuelos.

Losilla sobre la cual los pastores ponían la sal para las ovejas.


El hombre de Las Cuevas pagó en efectivo hasta el último maravedí. Después revisó la reata de mulas, inspeccionó el cargamento, dio órdenes a los mozos de tensar algunas sogas. Y finalmente la expedición abandonó el salobral camino de Las Cuevas. 

Aún reinaba la oscuridad, pero a espaldas de la cuadrilla se adivinaba ya una enorme mancha anaranjada en el horizonte. 

Tras media hora de marcha, se detuvieron y revisaron de nuevo el cargamento detenidamente. Arrodeaba la carga de una mula, así que deshicieron las ataduras y cambiaron dos sacos de lugar. 

El día clareaba. Alcanzaron un altozano en el cual había una ermita, a unos pasos del camino. Uno de los jóvenes se adelantó y miró por el vano de la puerta que se hallaba desvencijada y a punto de desplomarse. 


¡Hay un Cristo! – exclamó. 

Los otros se aproximaron a curiosear, pero el hombre mayor les conminó a seguir el camino. No había tiempo que perder. 

La ermita era una pobre construcción de mampuesto, muy deteriorada. Las vigas de la techumbre, alabeadas por la humedad, habían cedido tejado se combaba de manera clamorosa. Los mozos observaban desde fuera el abandono del edificio: el solado mostraba grandes boquetes, el suelo cubierto de escombros, los desconchones de los muros e incluso sobre el altarcillo se acumulaban cascotes de teja. Dos reclinatorios descompuestos eran el único mobiliario aparte del Cristo, cubierto de polvo, que presidía la capilla. 

El hombre ordenó detener los mulos y se aproximó también al postigo de la puerta. Miró con atención y dijo: 

Jamás había visto nada igual. ¿Cómo es posible que tengan al Señor en este abandono? 

Eso digo yo, padre – repuso el hijo del veterano de la misión. 

Por uno de los boquetes abiertos en el tejado revoloteó una paloma que fue a posarse sobre el hombro del crucificado. Parecía inaudito que en un tiempo como aquel en el que la fe y la devoción habían llegado a sus cotas más altas hubiese un pueblo que dejaba a sus santos en la más absoluta incuria. Pensaron que aquellas personas debían ser gentes impías y bárbaras. 

Se dispusieron a proseguir la marcha, cuando uno de los jóvenes, quizás sin reflexionar mucho, sugirió: 

¿Por qué no nos llevamos el Cristo al pueblo? 

La idea, aparentemente descabellada, fue refrendada de inmediato por otro de los arrieros: 

Eso, ¿por qué no lo sacamos de ahí y nos lo llevamos? 

Al fin y al cabo si esa imagen se queda ahí el invierno acabará con la ermita y con ella – añadió un tercero al que había ilusionado también la proposición. 

Hicieron falta algunas razones más para convencer al capataz de la expedición, al que todos miraban esperando su aprobación. Su conciencia no le permitía tomar algo que no era suyo, pero pensó que quizás fuera más delito el dejar desasistido a Jesucristo quien desde su polvorienta cruz parecía demandar auxilio. Y, acordándose del trato desabrido y cicatero que le habían dispensado en las salinas, autorizó a los mozos que le acompañaban a tomar la imagen. 

En primer término, el Cristo de la Misericordia. Al fondo, en el altar mayor, el Cristo de los Mozos.


Con poco esfuerzo franquearon la puerta de la ermita, penetraron en su interior y descendieron del muro al Cristo, que era una talla más pequeña que el natural. Dispusieron al crucificado sobre una de las mulas, la que portaba menos peso, y lo cubrieron bien con mantas de modo que no se apreciase lo que transportaban. 

A toda prisa se alejaron del lugar y se internaron en los caminos que atravesaban los montes de esa parte de la Serranía Baja con dirección a las Cuevas de Cañatazor. 

Los seis arrieros viajaban felices hacia su pueblo, con la idea de que llevaban un gran tesoro. Avanzaron a buen ritmo durante todo el día. Pasaron de largo por posadas y fondas del camino, por no levantar sospechas y evitar a curiosos. Y cuando caía la noche buscaron un lugar bien discreto, apartado del camino, para descargar las caballerías y descansar. 

Cuando el día siguiente amanecía, la recua de mulas llevaba ya una hora de camino. Todo era alborozo y alegría porque al final de la jornada alcanzarían el destino. Las mulas iban exhaustas pero la proximidad de los pesebres y del calor y el descanso de las cuadras las espoleaba para andar más deprisa. 

Entrando la noche, llegaban al pueblo, agotados de bregar por los caminos. Descargaron la sal y el Cristo, que causó un gran asombro. Cuando narraron las circunstancias por las cuales lo habían robado, todo el mundo convino en que habían obrado correctamente, incluso el cura bendijo aquel hurto piadoso y abrió la iglesia para dar cobijo a un huésped tan especial. 

Desde ese momento el Cristo se alojó en la iglesia de Las Cuevas. Quizás al principio ocupó un lugar más próximo a los fieles, pero acabó asignándosele la hornacina de la parte alta del altar mayor, debido seguramente a un desafortunado sucedido. 

Pudo haber sido agradecido el Cristo traído desde una ermita tan lejana, pero cuando se le dio ocasión de mostrar su gratitud no se mostró magnánimo ni benefactor precisamente con el pueblo que le había acogido. Se dice de este Cristo que en cierta ocasión el pueblo sufría una sequía espantosa, que las cosechas se perdían sin remisión y que se necesitaba la lluvia para salvarlas. Entonces el pueblo invocó al Cristo, a este Cristo al que habían salvado de aquella ermita en ruinas, con la esperanza de que les restituyese el favor. Lo pusieron en andas y lo sacaron en rogativas pidiendo la lluvia, pero en lugar de la lluvia benefactora, en plena procesión, se desató una terrible tormenta durante la cual, a impulsos de un fuerte pedrisco, todo el arbolado y lo que quedaba de las cosechas quedó completamente arrasado. 

Por esta razón se decidió confinar esta imagen allá arriba, en lo más alto, y dejarla en su camarín para siempre. 

Esta es la leyenda del Cristo de los mozos, al que seguramente se le llamó así porque hubo en el pueblo una cofradía con ese nombre que pudo ser la propietaria o encargada del culto a dicha imagen.



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