viernes, 31 de octubre de 2025


                                                 EL TÍO TRUENOS

        (Relato ambientado en el pueblo basado, en parte, en hechos reales)


La Pulida hizo trizas con sus cascos el espejo de estrellas del vado de la fuente. Luego se dirigió con paso firme hacia la cuesta de la Duz. Al doblar los chopos nos tragó la noche. Las últimas bombillas del lugar quedaban fuera de nuestra vista. Solo una mula diligente era capaz de atinar a través de las tinieblas con el camino del monte.

Miré hacia atrás. El pueblo quedaba mudo y apenas una tenue claridad daba fe de su existencia. A mis costados, los espinos, los zarzales y algunos sotos de encinas adolescentes se recortaban contra el cielo estrellado formando caprichosas siluetas.

– ¡Que vaya el chico! –dijo alguien.

– ¡Eso! ¿Por qué no va el chico? –insistió no sé quién.


El tío Truenos yacía en la cama rodeado por algunas vecinas. A eso de las nueve, casi de repente, se le aquilló el pecho y comenzó a respirar como si tuviera en la garganta hombrecillos arrastrando pellejos resecos.

– Si no viene el médico, este hombre se muere –dijo la tía Encarnación con tono lapidario mientras se persignaba.

Las mujeres presentes alrededor del lecho fueron abandonando el cuarto con expresiones graves. Yo, sentado en un asiento del pasillo, veía a través de la puerta la cabecera de la cama. La cabeza del tío Truenos, hundida en la almohada, únicamente dejaba ver la nariz corva del enfermo.

– ¿Qué opinas? ¿Te atreves? –me preguntó madre.

Me limité a alzar los hombros.

– Si no va alguien a por el médico… Tienes quince años. Si estuviera tu padre…

Con esas palabras, madre daba a entender que yo era quien debía ir. Padre había partido esa misma tarde con la galera y dos cerdas para llevarlas al verraco en otro pueblo.

En tres padrenuestros cubrió la Pulida la cuesta de la Duz y al poco alcanzó la Dehesa. Su paso era resuelto.

La abuela me había preparado un cantero de pan con un chorizo mientras el abuelo aparejaba la mula. Me aproximé a la Pulida. La sujeté suavemente del ahogadero y deslicé mi mano por su cuello.

– ¿Estás lista? –le susurré.

Las tierras albarizas de la Dehesa permitían mejor la orientación en una noche tan cerrada. Luego, poco a poco, el quejigal fue oscureciéndose, de manera que desde la montura apenas podía distinguir unos pasos del lóbrego camino. Tenía la impresión de que el animal se precipitaría en cualquier momento a un abismo sombrío, y yo con él.

Necesitaba una misión como aquella. Era una prueba de valor. Lo sabía y lo aceptaba. Mi ejecutoria de valentía durante la infancia y adolescencia estaba salpicada de algunos baldones que ahora tenía la ocasión de borrar.

– Iré a Veredilla y traeré al médico –me repetía empuñando fuerte las riendas de la mula.

Don Sixto, el médico, vivía en Veredilla del Salegar, a unos siete kilómetros de Otero, adonde acudía a lomos de una mula vieja plagada de mataduras cada vez que eran necesarios sus servicios. En verano llegaba por el camino del valle, pero cuando comenzaban las lluvias la vega era un cenagal y el camino se volvía impracticable. Entonces no había más remedio que tomar el camino del monte.

Arrebujado en mi chambergo y dejando que mi cuerpo se balancease al ritmo del alegre tranco de la mula, pensaba en el tío Truenos quien, a decir de la abuela, había tenido una vida muy desgraciada. Contaba que el día que nació aquel hombre, los carlistas entraron en el pueblo a tiro limpio y su madre tuvo un parto traumático. Desde niño ya había mostrado una salud muy endeble. Decían que cuando el médico le preguntaba qué le sucedía, una y otra vez, invariablemente respondía que oía como truenos en la cabeza. Aquel estrépito lo convirtió en un ser atormentado.

La Pulida era una mula tranquila. Es verdad que de cerril se espantaba de su propia sombra y que seguía siendo incapaz de evitar los respingos cuando oía el cacharreo del hato sobre su albarda, pero, por lo general, yo diría que era eficiente y noble.

Madre me llevaba desde niño a regar el huerto cuando la tanda del agua nos correspondía en plena noche. Allí me ponía en cuclillas, con un farol, para advertirle cuándo llegaba el agua al final del surco. Pero, la verdad, la noche en el monte no tiene comparación. La oscuridad te engulle, te arrebata el sentido de la orientación y entonces uno debe confiar en el instinto del animal. “Tú dale rienda a la mula, que ella sabe”, me había advertido madre.

Supe que habíamos alcanzado la Pinada del Eriago porque el golpe seco de los cascos dio paso a un rumor blando sobre el camino cubierto de mantillo y acículas de pino. Entonces me llegaba nítido el fuelle de los ollares del animal.

Hosco, misántropo, con un humor de perros y malencarado (la abuela decía que no había conocido en su vida a un hombre tan feo), el tío Truenos vivió siempre solo, acosado por aquel extraño trastorno y por los mozalbetes de mala ralea que hacían mofa de él y que, en los últimos años, acabaron colgándole el sambenito de endemoniado. Yo sentía mucha pena de aquel hombre, pero, lo confieso, cuando oí que encendía las mangas de las camisas de aquellos golfillos que lo denigraban y que hacía bailar las tenazas por la cocina con la mirada, tomé la determinación de no pasar ante su puerta. Prefería dar un rodeo antes de exponerme. Había un no sé qué en sus ojos que me producía escalofríos.

El denso dosel de copas me impedía ver las estrellas y caía sobre mí como una gigantesca tapadera. Entrecerré los ojos contra la negrura impenetrable, tratando de arrancarle alguna forma al vacío; el esfuerzo era tal que me dolían las sienes y sentía las órbitas a punto de estallar. Y entonces sucedió que algún portillo de los que contienen el espanto cedió y mi mente se pobló en unos instantes de todas las sombras del pasado. Emergió como un ogro el oprobio de no haber sido capaz, por puro miedo, de dormir solo en mi habitación hasta los doce años. Se me representó también el Nazareno de debajo del coro, quien, con el solano que se filtraba por un ventanuco, balanceaba su brazo a un paso de donde yo debía hacer sonar la campana. Acudió igualmente aquel espanto de ser que deambulaba por mi cuarto en las noches de fiebre. Para colmo, me vino a la mente que justamente allí, al lado del camino de la pinada del Eriago, se alzaba una cruz de piedra en el lugar donde asesinaron al pastor Pasoslargos.

Todo mi cuerpo se tensó como una ballesta. Sabía que de ahí a los temblores mediaba un corto trecho. No obstante, traté de sobreponerme y de cortar el paso al pánico. Me incliné sobre la crin de la mula y le di unas palmadas en el cuello mientras le hablaba bajito, pero con intensidad:

– ¡Vamos, vamos! Estás haciéndolo bien. La pinada, ya estamos en la pinada. De aquí a Veredilla, dos pasos. ¡Vamos!”.

Pero, para mi desgracia, la mula se detuvo en seco. Comprendí de inmediato que algo o alguien se interponía ante nosotros. La Pulida no era de aquella clase de mulas negligentes que se detienen caprichosamente a ramonear por los bordes de los caminos. Percibí claramente cómo alteraba el ritmo de su respiración, como un apneico. Resollaba haciendo vibrar los belfos. Luego aspiraba a pequeñas bocanadas, como si tratase de captar los efluvios del obstáculo que nos cerraba el paso.

Decidí darle tiempo. En ocasiones solo se trataba de una serpiente o de algún animalillo en medio del camino. Por otro lado, en el monte, el mayor peligro podía ser un zorro famélico, un corzo desorientado, un venado... Según el abuelo, hacía ya ochenta años que se habían exterminado los últimos lobos. Así que al cabo de unos minutos sacudí el ramal en el aire y arreé a la mula.

– ¡Vamos! ¡Andando! –dije, como si fuese capaz de comprenderme.

Y me comprendía, pero no se movió un ápice. Al contrario, comenzó a resoplar más nerviosa. Movía las manos de un lado a otro, con saltos cortos y cada vez menos previsibles y cuando taloneé los ijares para obligarla a andar, el animal respondió con un brinco torpe y un amago de rebuzno.

En ese momento hubiera dado años de mi vida por poder ver, por discernir en la negrura qué había delante de nosotros, qué cosa tremenda impedía a la Pulida seguir el camino. La situación me desquiciaba. Allá, atrás, en Otero había un hombre moribundo y sobre mí recaía una pesada responsabilidad. No había otro remedio que forzar la situación: me agarré con fuerza a la cincha, enrollé el ramal en la otra mano, dejando un cabo, y descargué dos trallazos sobre las ancas. Mi temor era que la reacción violenta de la mula diese con mis huesos en el suelo, y a punto estuvo de ser así, pero no por el alarde del arranque sino por la cabriola del animal. Es verdad que las caballerías de tiro y yunta no son muy dadas a rampar, pero lo cierto es que la Pulida, excitada y yo diría que hasta enloquecida por aquello que la agitaba desde lo oscuro, hizo dos amagos y acabó alzándose sobre sus cuartos traseros.

La angustia me atenazaba. Desmonté. Me aproximé a la cabeza del animal. La tomé del ahogadero. Pasé mi mano por su testuz. Me sinceré con ella: “ Verás, estoy en un grave apuro. No puedes dejarme aquí, en medio del monte. ¿Qué te pasa? ¿Porqué no quieres seguir? Entiende que si volvemos al pueblo sin el médico…, no quiero ni pensar en la vergüenza que sentiré. Eres buena mula. Sé que no debí golpearte con el ramal. ¿Puedes perdonarme?”. Y a todo esto la Pulida asentía con pequeños gruñidos, como si me comprendiera, aunque noté que aumentaba su inquietud.

Cuando acabé mi plática con el animal me llegó el primer murmullo del viento en las copas de los pinos. En unos instantes arreció y tuve la impresión de que la quietud de aquella noche de calma oscura se transformaba, por momentos, en un torbellino que nos envolvía. Además, un hombre a pie se sabe más vulnerable, por más que lleve a su bestia al lado. Quedé desprovisto de la preeminencia de la montura y, de pronto, la noche se me hizo aún más negra y hostil.

Sentí como si el vendaval se armase en secreto allá, en alguna hondonada, y viniese hacia nosotros como una hélice gigante. La Pulida resoplaba y pateaba el suelo con fuerza contenida, hasta que de una violenta cabezada arrancó la rienda de mi mano. Comencé a llamarla a gritos. Sentí que iba a llorar. El viento era ya un huracán y me hallaba en su vórtice. Me movía a tientas, buscando la mula, como si fuera lo único que podría hacerme regresar al mundo. Un leve ronquido me orientó. Barrí con mi mano la nada y así de nuevo el ramal, y, lo confieso, rompí a llorar abrazándome al animal. Y así permanecimos mientras el ventarrón rugía y descuajaba ramas de los pinos que caían como derribadas por el rayo.

Cerré los ojos y creo que porque los otros sentidos afinaban su percepción, oí claramente: ESSS MÍOOO, ESSS MÍOOO, pronunciado en repetidas ocasiones. Traté de persuadirme de que aquello no era otra cosa que el oxeo del vendaval en los pinos, pero cada vez me llegaba más nítida aquella voz tenebrosa y aterradora: ESSS MÍOOO, ESSS MÍOOO. No sé cuánto tiempo permanecí abrazado a mi mula, solo sé que la calma volvió tan bruscamente como había comenzado la ventisca. ¡Qué difícil se me hacía explicarme lo que acababa de vivir!

Tiré suavemente de la rienda de la mula y vino tras de mi con la docilidad que era propia en ella. Ya no quise montarla, quizás era mi forma de agradecer su comportamiento. Me sentía unido a ella y aquella noche la Pulida se ganó mi afecto más absoluto.

Al entrar en Veredilla el reloj de la torre comenzó a desgranar la hora. Conté atento las campanadas, doce. ¿Cómo podía ser? Si yo había salido de Otero hacia las nueve y media… ¡No era posible! Eso significaba que la mula y yo habíamos estado atrapados en el torbellino más de una hora.

– El tío Truenos, bahh –dijo con desdén don Sixto –. ¿Ya estamos de tiroteos otra vez?

– No, señor – repuse –, esto parece más grave. La tía Encarnación ha dado a entender que la cosa está muy fea.

“Tú, hermoso, si lo ves pimplado, no le dejes coger la mula no sea que se caiga y se desgracie; lo montas en La Pulida contigo” , me había advertido madre, pues todo el mundo sabía que el galeno era cofrade de Baco.

Para evitar problemas le propuse que montase en mi mula. Yo la llevaría del ramal. Alguien lo traería de vuelta… Sugerí, eso sí, tomar el camino de la vega, pero el hombre, con muy buen criterio, dijo que ni se me ocurriera.

Al atravesar la pinada del Eriago, tanto la mula como yo tropezamos con pinochas que había sobre el camino, lo cual disipaba la idea de que lo sucedido allí hubiera sido una quimera.

– ¿No habéis tardado mucho? – preguntó madre preocupada cuando llegamos a Otero.

Yo me abracé a ella, lo cual la alarmó.

– ¿Estás bien, hijo? ¿Ha sucedido algo?

Evité mirarla a los ojos, pues las madres saben leer la mirada de sus hijos mejor que nadie, y no respondí. Uno tiene su orgullo.

Don Sixto se aplicó con el paciente: colocó el termómetro en la axila y extrajo su reloj de bolsillo mientras con la otra mano palpaba el pulso.

– Creo que no llegamos a tiempo – dejó caer, mirando al coro de mujeres, que, lejos de retirarse a sus casas, había aumentado.

Luego extrajo el fonendoscopio y recorrió cuidadosamente el pecho del tío Truenos. Mientras oía los sonidos del paciente, cerró los ojos y alzó la cara, como los ciegos. Después remangó la manga y tomo la presión arterial. Su gesto se ensombreció. El resultado no era bueno.

Como el enfermo apenas emitía algún sonido gutural quejumbroso, el doctor preguntó a las mujeres por el tiempo que llevaba en aquel estado, cómo había comenzado a sentirse mal, cuánto hacía que respiraba de aquel modo… Y a todo esto dio cumplida respuesta la tía Encarnación, que se había erigido en portavoz de las veladoras.

– ¿Os parece bien si llamamos al cura, para la extremaunción? – preguntó la mujer.

Entonces, el tío Truenos alzó el brazo con movimientos dubitativos, como si se tratase de una extremidad de autómata, y negó con el índice.

De madrugada, cuando se oyó el primer canto de los gallos, se emborrascó aún más la respiración y el médico volvió a tomar el pulso. Luego abandonó la habitación negando con la cabeza, mientras las acompañantes comenzaron a coro a sisear un rezo bajo y oscuro que el moribundo no podía comprender.

A punto de amanecer, dos sonoros estertores pusieron fin a la vida del tío Truenos. Don Sixto se aproximó, esperó unos minutos y comenzó por forzar la apertura de los párpados enfocando a los ojos con una linternilla, después aplicó de nuevo el fonendoscopio, palpó el pulso, aplicó un espejito ante la boca y la nariz y se volvió a las mujeres e indicó con un gesto de la mano que el tío Truenos había fallecido.

Se santiguaron casi al unísono. Se oyó un “Que en paz descanse” y un “Así sea” en coro. Un par de mujeres implaron dejando escapar algún sollozo. Luego salió don Sixto a preparar el certificado y todas lo siguieron. La última apagó la luz del cuarto.

La primera claridad del día, fría y mortecina, se filtraba por un ventano de cristales polvorientos y teñía de sombras violáceas y cenicientas la cara arrugada del cadáver del tío Truenos. Hice acopio de valor; quería mirar a quien tanto espanto me producía en vida. Me aproximé despacio a la cama del finado y miré, prevenido, como quien mira algo que puede helarle la sangre con solo verlo. Mas no había sino oscuridad, pues las cuencas de los ojos se habían hundido hasta el cerebro. Di un paso más y me volqué sobre el difunto. Entonces presencié con horror cómo emergían de las negras órbitas dos ojos cuyos párpados se abrieron mientras, a un tiempo, de los labios del cuerpo muerto del tío Truenos brotaron, con el acento tenebroso y aterrador que yo había oído en el monte, dos palabras: ESSS MÍOOOO, ESSS MÍOOO.

Apenas podía sostenerme en pie del pavor que aquella escena me había producido. Salí como pude y fui por el pasillo apoyándome en las paredes. Abandoné la casa y corrí hasta campo abierto. Allí recobré algo el ánimo y la respiración. Y me juré a mí mismo que jamás diría nada de lo sucedido. ¿Quién iba a creer lo del extraño torbellino en el monte? Y más aún, ¿quién iba a creerme si decía que el cadáver del tío Truenos me había hablado? Si se me iba la lengua, todo lo que dijera iría en merma de mi buen juicio y de mi valor. Era mejor callar y vivir del mejor modo con aquel siniestro recuerdo.

Rumié aquellos sucesos durante años y fue varias décadas más tarde cuando encontré una explicación plausible. Sucedió cuando vi el film El Exorcista. Entonces comprendí que el demonio que coloniza un alma habla desde dentro del cuerpo, pero no con el tono y el timbre del poseído sino con la voz espectral del maligno. Así llegué a la conclusión de que el tío Truenos, en efecto, estaba endemoniado, y que fue el mismo demonio quien obstaculizó mi marcha con la mula por el camino del monte aquella noche aciaga, pues temía que la llegada del médico a tiempo pudiera detener el desenlace fatal y arrebatarle un alma que ya tenía ganada para el reino de las sombras.







viernes, 19 de septiembre de 2025



                        LOS COVACHOS DE VALAMELGO

                   FUERON CONSTRUIDOS POR MONJES.

  Se intentó entender las cuevas de muchas maneras, pero ninguna logró descifrar el misterio, hasta ahora.


Hacia la mitad del siglo VI d. C. llegó a las tierras de la Alcarria conquense fray Donato, un monje que venía huyendo desde el norte de África perseguido por los vándalos arrianos. Se estableció en la antigua ciudad romana de Ercávica, situada cerca de Cañaveruelas, a unos 35 km de Cuevas de Velasco. Venían con él 70 monjes y traían un valioso botín de manuscritos.

Puerta de unos de los habitáculos. La regularidad de su ejecución hace suponer que en esa habitación se alojaba alguien importante, ¿quizás el abad de la comunidad?


Donato creó una comunidad monacal a las afueras de la ciudad de Ercávica. Hoy se conservan, excavados en roca, los lugares de reunión y de culto que construyeron durante los primeros seis años. Pero hacia el año 571, Donato, el Africano, ayudado por una mujer noble llamada Minicea, fundó, a unos dos kilómetros de distancia del primer asentamiento, el monasterio Servitano. Este monasterio fue uno de los primeros en adoptar una regla y hoy se le reconoce una influencia notable en la sociedad visigoda de su tiempo.

La llegada de Donato a la Alcarria desató una oleada de seguidores del eremita por toda la comarca. Su vida ejemplar y su práctica del monacato primitivo heredada de los llamados Padres del Desierto despertaba verdadera admiración. El propio  Ildefonso de Toledo lo propuso como varón ilustre en su obra De viris illustribus, siendo el único no obispo de la relación de varones notables.

Todos los espacios están comunicados. Quizás bajo esa capa de polvo de siglos se oculten vestigios de aquel tiempo de rezos y vida ascética.


Los primeros eremitas eran individuos que se retiraban al desierto para vivir en soledad, apartados de la sociedad, buscando la vida contemplativa y ascética. Los continuadores de aquella tendencia adoptaron en nuestra tierra un modus vivendi semejante. A veces solos y en ocasiones formando pequeños eremitorios, se apartaban para dedicarse a una vida de austeridad, silencio, oración y trabajo. Vivían en chozas y oquedades naturales, aunque muchas veces construían ellos mismos sus habitáculos.

En la lejanía se diría que se trata de pequeñas oquedades naturales. Nada más lejos de la realidad.


Muchos pueblos de nuestro entorno cuentan con cuevas excavadas en las rocas areniscas tan abundantes por esta tierra. Podemos encontrar este tipo de cenobios primitivos en lugares como: Huete, Villanueva de Guadamejud, Moncalvillo de Huete, La Ventosa, Villar de Domingo García, Castejón y muchos otros lugares, la lista es interminable.

Eremitorios en Huete.

En cada lugar estos habitáculos para la vida de meditación y oración de los eremitas adopta unas formas específicas. En el caso de Cuevas de Velasco lo más llamativo es la altura a la que se encuentran estos eremitorios. No es posible el acceso a ellos sin escaleras, escalas o algún otro útil, como cuerdas de rápel.

En otros lugares se han reconstruido las escaleras para acceder los eremitorios.

Hemos detectado la existencia de estas cuevas, talladas por el hombre, en tres lugares: La Peña del Aguililla, Valamelgo y El Perdigón, cerca de la Peña Ahumada. En el primer caso hay una sola estancia, amplia, dividida en varios habitáculos por muretes de poca altura. En los otros dos casos podemos ver varios habitáculos que se comunican entre sí y que dan a alcobas más profundas. Se ven peanas, nichos y hornacinas, unas veces compatibles con alacenas o repisas, mientras que en otros casos se supone que servían para exponer imágenes o bien objetos de culto. También vemos espacios amplios destinados a acoger en ciertos momentos las ceremonias del grupo.

Espectacular panorama de las cuevas de El Perdigón a vista de dron.


La vida eremita había surgido en el Imperio Romano como reacción ascética frente al progresivo acomodo y materialismo de la práctica cristiana tras el Edicto de Milán (313). Donato y Eutropio, su sucesor en el monasterio Servitano, así como todos los eremitas que trataban de emularlos por nuestra región representan una etapa de transición entre los primitivos anacoretas y los monasterios ya regidos por reglas.

Enigmáticas cavidades cuya utilidad resulta complicado determinar. Podría tratarse de una alcoba y nichos o alacenas.

Donato murió en olor de santidad. Dicen las crónicas que fue enterrado en una cripta sepulcral a la que acudían las gentes para venerar su memoria y solicitar intercesión para sus problemas. El monasterio Servitano fue arrasado a mitad del siglo IX, cuando las tensiones con los invasores musulmanes se hacían insoportables. El último obispo de Ercávica (recordemos que en aquel tiempo la actual provincia de Cuenca contaba con tres obispados: Valeria, Ercávica y Segóbriga) se llamaba Sebastián y huyó hacia el norte, donde fue nombrado obispo de Orense en 866.

Las cruces negras señalan los lugares donde hay eremitorios en Cuevas de Velasco.

Si admitimos que estas cuevas fueron excavadas por eremitas en los siglos V al VIII, hay que replantearse la relación de estos primitivos grupos de monjes con las sepulturas rupestres de la Vega de Cuevas de Velasco, coetáneas a los eremitorios. Un vínculo que abre un horizonte apasionante y que abordaremos en un próximo artículo.




jueves, 18 de septiembre de 2025

 



                 74 TUMBAS EXCAVADAS EN LA ROCA

Tumba con acotadura para la tapa.

Tumba con nicho para la cabeza del cadáver.


Ya hablamos en su momento de las tumbas rupestres del término de Cuevas de Velasco (Cuenca). Lo dicho entonces sigue teniendo vigencia hoy (ver cuevasdevelasco.blogspot.com , entrada del martes, 27 de octubre de 2015).

Tras algunos hallazgos más, es preciso traer de nuevo a estas páginas la manifestación de los ritos funerarios altomedievales en nuestra tierra. Pese  a que van resolviéndose algunos enigmas, como el origen de estos sepulcros rupestres – hoy se sabe con seguridad que estos enterramientos se practicaron en la época altomedieval, entre los siglos V y IX d. C. – aún quedan muchos interrogantes que resolver en torno a estas prácticas funerarias.

Los nueve parajes de Cuevas donde se encuentran las tumbas: Los Palomarejos, Cerrillo de la Hoya Zapata, La Solana de Enmedio, Cerro Ribagorda, Cerro de la Nebrosa, La Losa, Valdemarón, La Sepultura y  El Reajo.

La primera cuestión consiste en localizar el poblado, alquería o vivienda que ocupaban las gentes que excavaron en la roca las sepulturas para sus muertos. Si consiguiéramos hallar siquiera alguno de los asentamientos, analizando los restos, podríamos precisar si eran gentes del periodo tardoromano, visigodo o mozárabe. Damos por sentado, eso sí, que los individuos que tallaron en roca las fosas mortuorias eran cristianos.

Tumbas partidas por el desprendimiento de parte de la roca en la que están excavadas.

Otro asunto que nos preocupa es si todas estas tumbas están debidamente censadas, localizadas y catalogadas por los responsables de arqueología. Y decimos esto porque después de un inventario superficial hemos encontrado nada más y nada menos que 74 sepulturas. A juzgar por el cómputo que ya hicimos hace más de diez años, suponemos que la maleza ha ido cegando varias más. De cualquier modo, tanto la práctica de depositar los cadáveres en tumbas cavadas en piedra, como la llamativa cantidad de enterramientos en un término municipal no excesivamente grande, creemos que deberían llamar la atención de las administraciones públicas competentes en materia de patrimonio cultural.

Tumba sin acotadura para la lápida.


Igualmente recordamos que, sobre los mismos espacios de los enterramientos se documentan también diversas estructuras talladas en roca, como: pozas, canalillos, vasos globulares de hasta 1 metro cúbico de capacidad, llamativas explanaciones, con posible fin cultual, las llamadas “camas de piedra”, especie de rebajes en forma de ángulos rectos, y otras intervenciones. Y todas estas manifestaciones, sin duda vinculadas a los enterramientos, constituyen un conjunto complejo de prácticas rituales cuya interpretación permanece pendiente de un estudio detallado que permita esclarecer su función exacta.

Vista aérea de un grupo de tumbas y de una posible zona de culto.


En lo que respecta a la gestión de todo este valioso patrimonio arqueológico, desde este blog proponemos tres líneas de acción: fomentar y estimular el estudio sistemático de estas necrópolis altomedievales; cuidar, conservar y proteger los yacimientos; y difundir y poner en valor estos vestigios como expresiones culturales funerarias de nuestros antepasados. Por tanto es preciso contactar con las autoridades competentes en patrimonio cultural (Dirección General de Cultura de Castilla la Mancha) e informar sobre estas necrópolis de Cuevas de Velasco. Probablemente tendrán ya noticia de ellas, pero puede que ignoren la magnitud y la importancia que pueden llegar a alcanzar en el conjunto de los enterramientos en roca de nuestra provincia.

La maleza va cubriendo las fosas. En este caso un enebro enraiza en la sepultura.

En la actualidad, la única indicación de la existencia de las tumbas la proporciona un cartel situado en el sendero de corto recorrido, en el peñón del paraje de El Reajo. Sugerimos que en ese lugar o bien al inicio del sendero, en el lavadero, se coloque un croquis a modo de plano arqueológico en el que queden señalados los nueve parajes en los cuales hay fosas. También proponemos visitas de los propios vecinos con personal experto a fin de tomar conciencia del valor de estas manifestaciones.

Parece que las tumbas fueron encaladas antes de depositar los cadáveres.

En cuanto a la tentación de acabar vallando los yacimientos arqueológicos, pienso que, hoy por hoy, ni es necesario ni conveniente. Justamente se trata de los contrario, es decir, de mostrar ese patrimonio a cuantos deseen verlo. Hubo un tiempo en que es posible que se destruyesen algunas de estas tumbas debido a la extracción de arena, pero hoy no existe tal peligro.

Finalmente, deseamos señalar la necesidad imperiosa de limpiar las tumbas antes de que el avance continuo de la hierba y los arbustos las invadan por completo.

La hojarasca colmata las sepulturas expuestas a la intemperie.
Algunos enterramientos están cubiertos de tierra.

La roca arenisca se erosiona con facilidad.



Todavía siguen hablándonos de cómo era aquella gente que sepultaba a sus muertos de esta manera.



martes, 9 de septiembre de 2025





                                     VOCABULARIO DE AQUÍ




Trapo, trapo. Onomatopeya del sonido de la zambomba. El término pertenece al amplio patrimonio semántico generado por los sonidos, como los nombres de los pájaros tatá o giria. También pertenece a este grupo el “buenpanhay”, canto de la codorniz en celo.

Lleva el nene más de media hora nada más que trapotrapo, trapotrapo. Si lo llego a saber no le hago la zambomba.



Ojarascal. Usado como término eufemístico en lugar de ojete, el ano.


Don Claudio tenía, por lo visto, una almorrana en todo el ojarascal y cuando andaba, aquel hombretón parecía una damisela haciendo ballet.


Chiflito. Existe el término chiflato, ‘silbato o pito’, pero en Cuevas se usa chiflito para referirse a una chifla o pita. También se usa para nombrar cualquier cachivache pequeño que tiene tubos o por el que puede circular aire o líquido generando sonidos. Solbito es un término sinónimo.


¡Qué castigo! ¡No puedo soportar ese chiflito ni un minuto más!


Alboroque. Convite que hacen el comprador o el vendedor para cerrar un negocio o alguien para compensar a otro por un trabajo o un servicio. Consistía en una invitación a unos vinos, un aguardiente…. Se hacía especialmente cuando se vendía ganado, caballerías, aperos, tierras, etc.
Este término está en el DRAE y no solemos traer aquí palabras que ya están explicadas en el diccionario, pero, dado que es un término muy bello y en desuso, lo proponemos como estímulo para su supervivencia.

Están de alboroque. Creo que ha vendido los seis gorrinos de engorde que tenía.


Gancho. Tras las trillas solían colocarse uno o dos ganchos con ruedas en los extremos. Servían para ir volviendo la parva.

No podemos echar los ganchos hasta que la parva esté algo fina.




Perdido / perdío. Se dice del terreno que antes estuvo cultivado pero se ha abandonado. Se suele usar el artículo neutro para designarlo.

Los jabalíes atravesaron la viña y luego siguieron por lo perdido hasta introducirse en el monte.

Picorota. Parte más alta de un árbol, montaña o cosa elevada.

Míralo, el gato se ha subido a la picorota del olmo y ahora no puede bajar.




Cata. En el pueblo tiene sentido de roza. Es verdad que cata, aplicado a la fruta (melones y sandías sobre todo) tiene un sentido también de “perforación de un cuerpo para probar el sabor, la maduración, etc..), pero en roza se ve más claro el significado, según el Drae. Sin embargo en Cuevas se usa también cata con el sentido de abrir un canal en el muro o en el suelo para meter tuberías, conducciones eléctricas etc.

Haz una cata en la pared para llevar el cable hasta el interruptor.




Remusguillo. Es un término extendido por la Alcarria al que se asocian varios significados, sobre todo: frío, fresco, relente..

Mujer, frío, lo que se dice frío no hace, pero sí se nota un remusguillo que anuncia que el verano ha terminado.

Gunchazo. En el Diccionario de Cuevas están gunchar y guncho, pero no gunchazo, que sería el golpe dado con el guncho.

Tengo el ojo a la funerala. Ayer me di un gunchazo tremendo.

Calzonear. En los juegos de cartas, arrebatar el tres con el as de la baraja. También se usa ahorcar, pero este otro término, calzonear, es muy de Cuevas. Por extensión, puede usarse para cualquier juego en que se produzca esta situación, es decir, que la carta de más valor se apodera de la siguiente de más valor.

Tengo muy mala suerte; es la segunda vez que me calzoneas el tres.



lunes, 8 de septiembre de 2025





                                    PASAPALABRA


En esta ocasión os invitamos a resolver este Pasapalabra con definiciones inspiradas en nuestro pueblo.



1. Con la A. Legumbre con la que se hacen las gachas.
2. Con la B. Objeto que se le pone en el hocico a los burros.
3. Con la C. Fuente junto al lavadero.
4. Con la D. Instrumento musical con el que se toca la danza.
5. Con la E. Piedra de yeso transparente.


6. Con la F. Instrumento para avivar la llama de la lumbre.
7. Con la G. Pájaro migratorio que hace los nidos de barro.
8. Con la H. Cerrillo cercano al pueblo donde según la tradición se ajusticiaba a los maleantes.
9. Con la I. Monumento más importante del pueblo.
10. Con la J. Pelele del Domingo de Resurrección.


11. Con la K. Una arroba tiene once y medio.
12. Con la L. Azada pequeña.
13. Con la M. Plato típico de Cuenca que se prepara con caza e hígado.
14. Con la N. Lugar donde las gallinas ponen los huevos.
15. Contiene la Ñ. Campo que produce uvas.
16. Con la O. Placetuela del pueblo.
17. Con la P. Cerradura que consiste en un pequeño cajón de madera con un pasador sobre el cual caen unas lengüetas.
18. Con la Q. Hermanos albañiles.
19. Con la R. Voz con la que se dirige el pastor a las ovejas.
20. Con la S. Descanso tras la comida.



21. Con la T. Aro de hierro con tres pies para poner sobre él al fuego las sartenes, calderos, etc.
22. Con la U. Paraje del pueblo situado tras el Hondo de la Tejera.
23. Con la V. Choza que se construía en la plaza para el baile.
24. Contiene la X. Palabra utilizada para denominar el material de los primeros objetos de plástico.
25. Con la Y. Juguete que se fabricaba con una cascarón de yeso y una cuerda.
26. Con la Z. Bebida hecha con vino, gaseosa, fruta y azúcar.

martes, 15 de julio de 2025

Canciones de Cuevas


                 CANCIONES DE CUEVAS DE VELASCO


Cuevas de Velasco atesora un cancionero interesantísimo. Desde canciones infantiles de corro y de otros juegos, pasando por canciones de ronda, de las tareas del campo, para echar a suertes, romances, tonadas del folclore tradicional, danzas y jotas, etc. Hay que preservar especialmente todo lo que es genuino y propio de aquí, pero también las demás canciones porque suelen tener en cada pueblo sus peculiaridades.
Hoy os presento cinco temas: dos canciones de juegos infantiles, una canción de ronda y dos canciones de tema navideño.

INSTRUMENTOS. Guitarra, acordeón diatónico, teclado, flauta dulce, chinchines, pandero, caja china, pandereta, cántara con alpargata, botella de anís, tabla de lavar, pitos, castañuelas, maracas…

VOCES. Familia Urbanos Martínez

ARREGLOS. David Urbanos Martínez

1. ALLÁ, EN LA HABANA. Es una canción que solía cantarse saltando a la cuerda, juego que era practicado más por las niñas que por los niños. En realidad creo que las niñas, ahora mamás o abuelas, son las personas que atesoran más saber del folclore del pueblo.

2. A TAPAR LAS CALLES. Niños y niñas se cogían de la mano y tapaban materialmente la calle para que no pasara nadie. Eran tiempos en que había que aguzar el ingenio para divertirse. La idea de cortar una calle cantando suponía una auténtica diversión para la chiquillería. En ocasiones, una señora o un hombre que venía con su burro se veían obligados a dar un rodeo.

3. AL NIÑO SAGRADO. Resulta que la iglesia de Cuevas cuenta con un repertorio propio amplio y sorprendente. Algunos de los temas que tratamos de rescatar están ya perdidos en España. Solo se conservan en la memoria de unas pocas personas. Este villancico y su letra recuerdan a la poesía del Siglo de Oro. Tiene su origen en el siglo XVI. Apareció en el libro Jardín Espiritual, de fray Pedro de Padilla, en el año 1585.

4. YA NO VA EL CURA A MAITINES. Pertenece a las llamadas canciones acumulativas. Son temas en los que se van sumando elementos. Se usaban como canciones didácticas para niños y se interpretaban generalmente en familia. En Cuevas es un tema tradicional que se canta en las fiestas de Navidad, cuando toda la familia está reunida.

5. LOS CHOPOS DE LA ALAMEDA. Es una de las canciones de ronda que más identifican a la gente de Cuevas. Probablemente procede del folclore leonés. Aquí ha calado en el alma de la gente. Recuerdo de niño verla cantar y bailar a los mozos y mozas en la plaza con el soniquete añadido de PAPACHÍN PAPACHÍN. Era emocionante.