miércoles, 14 de marzo de 2018



                   CUEVAS: BELLEZA Y MODA DE NUESTRAS
                                ABUELAS Y BISABUELAS 


Cuevas de Velasco, un pueblo pequeño, ajeno al modo de vivir de las grandes ciudades, no era un lugar donde lucir la moda y estar al día en los apliques de belleza allá por los años 30 y 40 del siglo XX, pero incluso en aquel pequeño núcleo rural había ocasiones en las que una chica se esforzaba, dentro de lo posible, por ir elegante y parecer más bella. Y al mismo tiempo tenía que enfrentarse a la rígida moral imperante que exigía absoluto recato a una joven. 

Transcribo a continuación el relato de una mujer de Las Cuevas que contaba con 17 años en el año 1940. 

¿Qué cómo iba vestida una chica por los años 30 y 40? Pues, no había grandes diferencias. Ahora que, eso sí, pantalón no se llevaba, ¿eh? Una muchacha no podía llevar pantalón. 


A la iglesia íbamos con velo negro desde que hacíamos la primera comunión. Yo llevaba medias negras, por lo menos hasta los siete o los ocho años. Teníamos también una prenda que se llamaba justillo consistente en una especie de corpiño con tirantes, al cual se ataban unas cintas que sujetaban las medias, es decir, algo muy parecido a un liguero. También llevábamos el refajo. Yo tenía un refajo de ganchillo. Pero cuando yo comencé a hacerme mayor les dije a mi madre y a mi tía que yo no quería justillo ni refajo. 


Las primeras medias de color que tuve me las compraron en cal “Sordo”, adonde acudía un hombre al que llamábamos “El tío de las medias”. Además solíamos llevar también una camiseta. Yo la llevaba ya de felpilla, pero otras muchachas la llevaban de punto inglés, de esas que hacen canalé. 

Mi madre y mi tía no tenían más Dios ni más Santa María que verme vestida de largo. Y ellas empeñadas en ponérmelo y yo a escondidas me lo subía un poco. Y la María del tío Julio, la mujer, ea, me ayudaba. “¡Papo, no iréis a poner a la muchacha como una sayona!”, les decía. “En cuanto le cubra la rodilla, ya va bien”. Y las otras se echaban las manos a la cabeza: “¡Ay, María, parece mentira que seas cristiana!” 

Nos controlaban, claro. Cuando se iba mi padre al campo, yo cogía y me quitaba las medias, pero que no me viera sin medias al volver por la tarde. 

A todo esto, yo recuerdo que cuando iba a confesar, de lo primero que me acusaba era de haber ido corta. Toma, estaba convencida de que aquello era pecado mortal. 


¿Que cómo nos depilábamos? ¡Uy, qué cosas tienes! Cada una se las arreglaba como podía. Yo misma, con una cuchilla, con una Sevillana. Se ponían jabón y se afeitaban el vello, en particular las que tenían mucho y querían ir con medias, porque con las medias de hilo no había más remedio que depilarse. Las primeras medias eran de algodón, como una especie de leotardos, de color carne y con brillo. Pero potingues como hay hoy, ni hablar… 

¿Sabes lo que también gastaban algunas? Piedra pómez. Como lo oyes. Se frotaban para quitarse el vello. Yo también probé alguna vez, pero no sé si es que no sabía hacerlo o qué, el caso es que casi me hago sangre. 


¿Peluquería, dices? Ni por lo más remoto. Las mujeres se peinaban unas a otras. Recuerdo que tenía mi madre un rizador, o unas tenacillas, que las ponía al fuego en la lumbre y las calentaba. Había un papel y antes que el papel se quemase las cogía y me hacía unas ondas tan elegantes y unos tirabuzones cosa bonicos. Y así, con mis tirabuzones, una corona y un velo yo no iba mal. 




A mí no me ha gustado nunca pintarme; no lo necesitaba; era muy lozana. Había muchachas que se ponían unos polvos llamados Maderas de Oriente... 



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