LEYENDA DEL CRISTO DEL TÍO COJO
Atardecer en Las Cuevas de Velasco |
Su alma era como el interior de esos troncos
que al ser aserrados muestran su corazón limpísimo, compacto y exhalando
embriagadores aromas balsámicos…
Arrastraba con resignación su cojera y la pesada carga de desprecios y
humillaciones que gentes inhumanas habían
ido vertiendo sobre él. Y una vez atada la caballería, se postraba ante
la ventanita de la puerta de la ermita. En unos instantes alcanzaba un
recogimiento semejante al éxtasis. Mirándolo se diría que mantenía un beatífico
diálogo interior con el Cristo del cual en ningún momento apartaba la mirada.
Miraba el costado del crucificado, la sangre
que brotaba de él y su rostro sereno y
misericordioso. Esa imagen le hacía reflexionar con una hondura que hubiera
maravillado a un teólogo. Podría decirse que del mismo modo que hay personas
con una sensibilidad especial para la música, otras con una habilidad
sorprendente para la crianza de animales, otras, para la escritura o para interpretar
las leyes, el tío Cojo poseía un raro don para sumergir su espíritu en los
misterios de la oración.
Acabados sus rezos, se santiguaba y ponía
una limosna en el cepillo que los ermitaños tenían dispuesto. Luego recogía su
caballería y partía reconfortado y feliz. Y era en esos momentos cuando
encontraba un gran consuelo para todo, incluso para su mal.
Santísimo Cristo de la Misericordia |
El vendedor de aceite jamás pedía en sus
súplicas al Cristo por él mismo sino por
los suyos, por sus hijos en primer lugar, por su esposa, por familiares y
parientes, por vecinos y conocidos, por convecinos, por clientes y por otros
muchos. Y así, no había por aquella comarca persona, por ajena que le
resultase, que no se viese beneficiada en sus plegarias ante el Cristo, incluso
quienes hacían mofa del “Cojo” o quienes lo miraban con absoluta indiferencia.
Llegaba, de cuando en cuando, a Las Cuevas
de Velasco procedente de La Ventosa, su pueblo, tierra rica en olivares y gran
productora de aceite. Traía la carga en odres, a lomos de una mula que a fuer
de añosa y trabajada estaba cubierta de
mataduras y de una pátina de polvo viejo de haber andado miles de leguas.
En entrando al pueblo pregonaba su
mercancía:
-
¡El aceiteeeeeeero!
¡El aceiteeeeeeeeeeero! ¡Aceiiiiiiiiiiite
de La Ventosa! ¡El aceiteeeeeeeeeeero, oiiiiiga!
Entonaba la cantinela de un modo tan
personal que las clientas lo reconocían no por lo que decía, plagado de
melismas y de sílabas elásticas, estiradas o contraídas a capricho, sino por el
acento y por la entonación que daba a sus frases.
Solía transportar buen género en los
pellejos y no le faltaba clientela, si bien debía bregar con frecuencia con
gentes necesitadas y que no tenían con qué pagar la mercancía. En estos casos
el tío Cojo tenía por costumbre fiar al menos lo imprescindible y en el próximo
viaje recordaba la deuda que casi siempre le era abonada.
A las afueras de Las Cuevas de Velasco,
camino de Villar del Maestre, pueblo en el cual el tío Cojo tenía su más
importante clientela, poco antes de
llegar al paraje que llaman Las Cruces,
se alzaba la ermita del Humilladero. En su interior se veneraba un
Cristo crucificado. Allí solía detenerse el tío Cojo, descansaba de sus giras
comerciales y dedicaba una honda y sincera oración a la imagen que presidía el
oratorio.
Jamás dejó de detenerse al llegar a la
ermita del Cristo del Humilladero. Ya hiciera frío glacial, ya nevase, ya
cayese un sol de justicia, el tío Cojo, se postraba de hinojos ante la puerta
de la ermita, dirigía su piadosa mirada al Cristo clavado en la cruz y elevaba
sus preces, a su manera, de un modo sencillo pero lleno de sinceridad y
nobleza. Luego depositaba una ofrenda en el cepillo y proseguía su viaje.
Cierto día, en nada distinto a tantos otros
en que andaba por aquellos caminos, llegó ante la ermita, ató su mula, se
dirigió hacia la puerta y a través del ventanuco rezó y elevó sus súplicas como siempre. Pero cuando iba a levantarse para reanudar su
recorrido, un temblor incontrolable le recorrió el cuerpo; su pierna quebrada
había sanado de repente. Presa de una gran emoción, el hombre volvió su mirada
y se encontró con el rostro del crucificado de expresión dulce y apacible y
comprendió lo sucedido. Dio las gracias y partió para La Ventosa loco de
contento y sin acertar a explicarse cómo se había sucedido aquel prodigio.
El Cristo del Humilladero se apiadó de este
hombre bueno y sencillo, sin duda.
Con el paso del tiempo, la vieja ermita del Cristo del Humilladero, ya conocido
por la gente de Las Cuevas como El Cristo del Tío Cojo, amenazaba ruina. Entonces la imagen del
milagro fue trasladada a la iglesia de Las Cuevas de Velasco y allí permaneció muchos años, siendo objeto
de gran devoción por parte de los
fieles.
Ya en el siglo XX, una vez que estalló la
guerra se temió por las imágenes que se guardaban en el templo parroquial, así
que se establecieron prioridades. La gente del pueblo prefirió salvar a su
patrón, El Cristo de la Misericordia, que fue ocultado fuera de la iglesia. La
antigua y desgastada imagen del Cristo del Humilladero sirvió como señuelo y se
colocó en el lugar del otro Cristo. Desgraciadamente los temores se cumplieron
y muchas esculturas de santos, además de otros bienes de la iglesia, fueron dañadas irreparablemente, entre ellas, la del viejo Cristo del Humilladero, al cual
se le atribuía la sanación del vendedor de aceites.
El Cristo del Tío Cojo |
Hoy el paso del tiempo ha borrado las
huellas de la ermita del Cristo del Humilladero, pero aún persiste la leyenda
en el recuerdo de la gente del pueblo.
Y para recordarnos que en toda leyenda
suele haber algo de cierto aún conservamos una valiosa reliquia de la imagen del
Cristo del Humilladero, llamado Cristo del Tío Cojo. Sobre la ménsula del altar
de San Isidro, entre el púlpito y el altar de la Virgen del Rosario, se
encuentra la cabeza de aquella venerable imagen en la que se aprecia
perfectamente el gesto sereno y la expresión compasiva de su rostro.
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