martes, 24 de noviembre de 2015


                                             LEYENDA DEL CRISTO DEL TÍO COJO

Atardecer en Las Cuevas de Velasco



   Su alma era como el interior de esos troncos que al ser aserrados muestran su corazón limpísimo, compacto y exhalando embriagadores aromas balsámicos…

   Arrastraba con resignación  su cojera y la pesada carga de desprecios y humillaciones que gentes inhumanas habían  ido vertiendo sobre él. Y una vez atada la caballería, se postraba ante la ventanita de la puerta de la ermita. En unos instantes alcanzaba un recogimiento semejante al éxtasis. Mirándolo se diría que mantenía un beatífico diálogo interior con el Cristo del cual en ningún momento apartaba la mirada.

   Miraba el costado del crucificado, la sangre que brotaba  de él y su rostro sereno y misericordioso. Esa imagen le hacía reflexionar con una hondura que hubiera maravillado a un teólogo. Podría decirse que del mismo modo que hay personas con una sensibilidad especial para la música, otras con una habilidad sorprendente para la crianza de animales,  otras, para la escritura o para interpretar las leyes, el tío Cojo poseía un raro don para sumergir su espíritu en los misterios de la oración.

   Acabados sus rezos, se santiguaba y ponía una limosna en el cepillo que los ermitaños tenían dispuesto. Luego recogía su caballería y partía reconfortado y feliz. Y era en esos momentos cuando encontraba un gran consuelo para todo, incluso para su mal.

Santísimo Cristo de la Misericordia 

   El vendedor de aceite jamás pedía en sus súplicas al Cristo por él mismo  sino por los suyos, por sus hijos en primer lugar, por su esposa, por familiares y parientes, por vecinos y conocidos, por convecinos, por clientes y por otros muchos. Y así, no había por aquella comarca persona, por ajena que le resultase, que no se viese beneficiada en sus plegarias ante el Cristo, incluso quienes hacían mofa del “Cojo” o quienes lo miraban con absoluta indiferencia.

   Llegaba, de cuando en cuando, a Las Cuevas de Velasco procedente de La Ventosa, su pueblo, tierra rica en olivares y gran productora de aceite. Traía la carga en odres, a lomos de una mula que a fuer de añosa y  trabajada estaba cubierta de mataduras y de una pátina de polvo viejo de haber andado miles de leguas.

   En entrando al pueblo pregonaba su mercancía:

-      ¡El aceiteeeeeeero! ¡El aceiteeeeeeeeeeero!  ¡Aceiiiiiiiiiiite de La Ventosa! ¡El aceiteeeeeeeeeeero, oiiiiiga!

   Entonaba la cantinela de un modo tan personal que las clientas lo reconocían no por lo que decía, plagado de melismas y de sílabas elásticas, estiradas o contraídas a capricho, sino por el acento y por la entonación que daba a sus frases.

   Solía transportar buen género en los pellejos y no le faltaba clientela, si bien debía bregar con frecuencia con gentes necesitadas y que no tenían con qué pagar la mercancía. En estos casos el tío Cojo tenía por costumbre fiar al menos lo imprescindible y en el próximo viaje recordaba la deuda que casi siempre le era abonada.

   A las afueras de Las Cuevas de Velasco, camino de Villar del Maestre, pueblo en el cual el tío Cojo tenía su más importante clientela,  poco antes de llegar al paraje que llaman Las Cruces,  se alzaba la ermita del Humilladero. En su interior se veneraba un Cristo crucificado. Allí solía detenerse el tío Cojo, descansaba de sus giras comerciales y dedicaba una honda y sincera oración a la imagen que presidía el oratorio.

   Jamás dejó de detenerse al llegar a la ermita del Cristo del Humilladero. Ya hiciera frío glacial, ya nevase, ya cayese un sol de justicia, el tío Cojo, se postraba de hinojos ante la puerta de la ermita, dirigía su piadosa mirada al Cristo clavado en la cruz y elevaba sus preces, a su manera, de un modo sencillo pero lleno de sinceridad y nobleza. Luego depositaba una ofrenda en el cepillo y  proseguía su viaje.

   Cierto día, en nada distinto a tantos otros en que andaba por aquellos caminos, llegó ante la ermita, ató su mula, se dirigió hacia la puerta y a través del ventanuco  rezó y elevó sus súplicas como siempre.  Pero cuando iba a levantarse para reanudar su recorrido, un temblor incontrolable le recorrió el cuerpo; su pierna quebrada había sanado de repente. Presa de una gran emoción, el hombre volvió su mirada y se encontró con el rostro del crucificado de expresión dulce y apacible y comprendió lo sucedido. Dio las gracias y partió para La Ventosa loco de contento y sin acertar a explicarse cómo se había sucedido aquel prodigio.

   El Cristo del Humilladero se apiadó de este hombre bueno y sencillo, sin duda.

   Con el paso del tiempo, la vieja  ermita del Cristo del Humilladero, ya conocido por la gente de Las Cuevas como El Cristo del Tío Cojo,  amenazaba ruina. Entonces la imagen del milagro fue trasladada a la iglesia de Las Cuevas de Velasco y  allí permaneció muchos años, siendo objeto de  gran devoción por parte de los fieles.

   Ya en el siglo XX, una vez que estalló la guerra se temió por las imágenes que se guardaban en el templo parroquial, así que se establecieron prioridades. La gente del pueblo prefirió salvar a su patrón, El Cristo de la Misericordia, que fue ocultado fuera de la iglesia. La antigua y desgastada imagen del Cristo del Humilladero sirvió como señuelo y se colocó en el lugar del otro Cristo. Desgraciadamente los temores se cumplieron y muchas esculturas de santos, además de otros bienes de la iglesia,  fueron dañadas irreparablemente, entre ellas,  la del viejo Cristo del Humilladero, al cual se le atribuía la sanación del vendedor de aceites.


El Cristo del Tío Cojo


   Hoy el paso del tiempo ha borrado las huellas de la ermita del Cristo del Humilladero, pero aún persiste la leyenda en el recuerdo de la gente del pueblo.
  

    Y para recordarnos que en toda leyenda suele haber algo de cierto aún conservamos una valiosa reliquia de la imagen del Cristo del Humilladero, llamado Cristo del Tío Cojo. Sobre la ménsula del altar de San Isidro, entre el púlpito y el altar de la Virgen del Rosario, se encuentra la cabeza de aquella venerable imagen en la que se aprecia perfectamente el gesto sereno y la expresión compasiva de su rostro. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja aquí tu comentario. Gracias.