domingo, 17 de abril de 2016




                               LAS NOCHES DE MI ALDEA




La noche cae sobre el pueblo como una gigantesca tapadera. Y no se intuye como un tiempo de transición hacia un nuevo día, sino como un modo distinto de existir, sin esperanza de la luz del sol ni del inexorable ciclo.

En verano, el incesante chirrido de los grillos y el ulular del mochuelo adorna el silencio y humaniza la noche. En invierno el silencio es inquietante, casi dramático. Al hombre, acostumbrado al rumor nocturno de las ciudades, el silencio de la aldea le resulta agobiante. Si se contiene la respiración solo se percibe un zumbido acompasado, profundo, que no es otra cosa que el propio latido.



Cuando sopla el viento gélido del invierno, el silencio enloquece. Entonces son las esquinas desafinadas cuerdas sobre las que frota ásperamente el arco del viento lanzando al aire gemidos y alaridos infrahumanos. El ventarrón arroja bocanadas por las chimeneas y muge furioso en las aristas de la torre. En esos momentos nos invade la sensación de ir a la deriva en medio de una tempestad.




A veces, la luna merodea entre las nubes que pasan raudas y en otras ocasiones el satélite se muestra blanquísimo en toda su redondez, calmoso, gobernando el cielo y esparciendo sobre los campos su resplandor de marfil.

El firmamento sin luna es una bóveda estrellada que se cierne sobre la aldea y la agobia con una sensación de desplome inminente. Nadie que observe el cielo estrellado de nuestro pueblo en una noche de luna nueva puede quedar indiferente. La grandeza del universo, vista de una manera nítida y sin los filtros de las luces de la ciudades se precipita sobre nuestra cabeza de manera apabullante. El cielo nocturno estrellado es un espectáculo de los más grandiosos que ofrece nuestra aldea.




Las noches de lluvia se oye el xilófono triste de las canales y la eterna estrofa del agua sobre las calles y los patios. En ocasiones la pertinaz lluvia se instala en el pueblo y recorre el tiempo vinculada a él hasta hacer llegar a pensar que la existencia de las personas y de las cosas de la aldea solo tiene sentido bajo el signo de la lluvia y que jamás escampará.




El silencio de media noche es en el pueblo como la caída de una pluma. Solo esporádicamente se quiebra esta calma con algún crujido de los maderámenes de las viejas casas, el canto extemporáneo de algún gallo desorientado o el gorjeo del colirrojo tizón (carbonero) que se adelanta al lento amanecer.


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