domingo, 3 de enero de 2016



                        TIEMPO DE MATAZÓN

   El rito de la matanza o matazón se iniciaba unos días antes con los preparativos. Se cocía la cebolla que iba a servir para hacer las morcillas y se disponían las especias, las ollas…, se afilaban bien los cuchillos, se traía una carga de aliagas y se comunicaba a los familiares la fecha.


   La matanza era una fiesta, de tal manera que los niños no iban a la escuela, los hombres dejaban sus tareas  habituales y los más allegados acudían con aire festivo al acontecimiento.
   Bien temprano se reunían los hombres de la familia y algunos vecinos, a los que se agasajaba con rosquillas, mantecados y una copa de licor, generalmente anís o coñac. Luego, se dirigían hacia la corte donde se encontraba el animal bien cebado durante el verano y el otoño.
   En el corral, en la calle o donde el espacio lo permitía se colocaba la mesa de matar. El matador, con gancho y cuchillo en ristre, daba la orden de coger e inmovilizar el cerdo. Era en ese acto donde los adolescentes probaban acaso por primera vez su arrojo. Se iniciaban los jóvenes sujetando al cochino por la cola y a medida que adquirían más valor se les asignaba puestos más próximos a la cabeza, de la cual podía esperarse alguna sacudida peligrosa o alguna tarascada.
   Los chillidos de la bestia rasgaban el aire gélido de la mañana y se difundían por todo el pueblo. La cuchillada certera del matarife abría el torrente de sangre que era cuidadosamente recogida en un recipiente y movida para que no “hiciera madeja”.
   Hay que descartar la idea de fiereza e insensibilidad de aquellas gentes: más de una mujer derramaba lágrimas mientras recogía la sangre, por la muerte del animal que con tanto esmero había cuidado.

                                    

   Muerto el cerdo, se procedía al socarrado para eliminar las cerdas y las impurezas de la piel. Se hacía con aliagas. Luego se ponía el cochino sobre una mesa ligeramente inclinada para lavarlo bien. Se frotaba afanosamente la piel y se raspaba con cuchillos y tapaderas de puchero hasta que a fuerza de enjuagues quedaba blanquísima. A todo esto, con frecuencia se habían ya cobrado las orejas y el rabo  que se preparaban a la brasa.
   El desayuno era abundante, pues no solo se ofrecían los apéndices del animal, sino que solía haber dormidos, magdalenas y chocolate.
   Una vez lavado el cerdo, se suspendía para ser abierto en canal y posteriormente descuartizado.
   Desde los primeros momentos, la casa bullía de gente, cada cual a lo suyo: las mujeres preparando las comidas y todos los enseres necesarios para embutir los chorizos y morcillas; los hombres, afanados en la matanza, lavado, descuartizamiento  y destazado de las carnes, y los niños entregados al juego incluso con los propios despojos del animal, pues se les entregaba la vejiga para que la curtiesen con ceniza y la usasen como balón.




   La comida solía aderezarse con algunas piezas de corral notables y con frecuencia con el célebre y exquisito morteruelo. La cena en cambio solía consistir en un gran puchero de judías que hervían lentamente durante toda la jornada y que solían enriquecerse con alguna pella de manteca del animal finiquitado, y como era día de abundancias, se servía como segundo plato una suculenta gallina en pepitoria
   La tarde era laboriosa y si las tareas lo permitían el día podía concluir con unas animadas partidas de cartas.
   Al final de la jornada la casa quedaba envuelta en aromas de pimentón, de orégano y de diversas especias. Era inevitable sentir el regocijo de quien ve los palos de chorizos y morcillas puestos a secar en la cocina; los lomos y las costillas en maceración; los blancos en salazón y los perniles exudando en la cámara para ser transformados en deliciosos jamones.



   En los días sucesivos se freía la matanza y se guardaba cuidadosamente en las orzas.

(Fotografías de la celebración de la matanza organizada por la Asociación AVACU)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja aquí tu comentario. Gracias.