TIEMPO DE MATAZÓN
El rito de la matanza o matazón se iniciaba unos días antes
con los preparativos. Se cocía la cebolla que iba a servir para hacer las
morcillas y se disponían las especias, las ollas…, se afilaban bien los
cuchillos, se traía una carga de aliagas y se comunicaba a los familiares la
fecha.
La matanza era una
fiesta, de tal manera que los niños no iban a la escuela, los hombres dejaban
sus tareas habituales y los más allegados
acudían con aire festivo al acontecimiento.
Bien temprano se reunían
los hombres de la familia y algunos vecinos, a los que se agasajaba con rosquillas,
mantecados y una copa de licor, generalmente anís o coñac. Luego, se dirigían
hacia la corte donde se encontraba el animal bien cebado durante el verano y
el otoño.
En el corral, en la
calle o donde el espacio lo permitía se colocaba la mesa de matar. El matador, con
gancho y cuchillo en ristre, daba la orden de coger e inmovilizar el cerdo. Era
en ese acto donde los adolescentes probaban acaso por primera vez su arrojo. Se
iniciaban los jóvenes sujetando al cochino por la cola y a medida que
adquirían más valor se les asignaba puestos más próximos a la cabeza, de la
cual podía esperarse alguna sacudida peligrosa o alguna tarascada.
Los chillidos de la
bestia rasgaban el aire gélido de la mañana y se difundían por todo el pueblo.
La cuchillada certera del matarife abría el torrente de sangre que era
cuidadosamente recogida en un recipiente y movida para que no “hiciera madeja”.
Hay que descartar la
idea de fiereza e insensibilidad de aquellas gentes: más de una mujer derramaba
lágrimas mientras recogía la sangre, por la muerte del animal que con tanto
esmero había cuidado.
Muerto el cerdo, se
procedía al socarrado para eliminar las cerdas y las impurezas de la piel. Se hacía con
aliagas. Luego se ponía el cochino sobre una mesa ligeramente inclinada para
lavarlo bien. Se frotaba afanosamente la piel y se raspaba con cuchillos y
tapaderas de puchero hasta que a fuerza de enjuagues quedaba blanquísima. A
todo esto, con frecuencia se habían ya cobrado las orejas y el rabo que se preparaban a la brasa.
El desayuno era
abundante, pues no solo se ofrecían los apéndices del animal, sino que solía
haber dormidos, magdalenas y chocolate.
Una vez lavado el
cerdo, se suspendía para ser abierto en canal y posteriormente descuartizado.
Desde los primeros
momentos, la casa bullía de gente, cada cual a lo suyo: las mujeres preparando
las comidas y todos los enseres necesarios para embutir los chorizos y
morcillas; los hombres, afanados en la matanza, lavado, descuartizamiento y destazado de las carnes, y los niños
entregados al juego incluso con los propios despojos del animal, pues se les
entregaba la vejiga para que la curtiesen con ceniza y la usasen como balón.
La comida solía
aderezarse con algunas piezas de corral notables y con frecuencia con el
célebre y exquisito morteruelo. La cena en cambio solía consistir en un gran
puchero de judías que hervían lentamente durante toda la jornada y que solían
enriquecerse con alguna pella de manteca del animal finiquitado, y como era día
de abundancias, se servía como segundo plato una suculenta gallina en pepitoria
La tarde era
laboriosa y si las tareas lo permitían el día podía concluir con unas animadas
partidas de cartas.
Al final de la
jornada la casa quedaba envuelta en aromas de pimentón, de orégano y de
diversas especias. Era inevitable sentir el regocijo de quien ve los palos de
chorizos y morcillas puestos a secar en la cocina; los lomos y las costillas en
maceración; los blancos en salazón y los perniles exudando en la cámara para
ser transformados en deliciosos jamones.
En los días
sucesivos se freía la matanza y se guardaba cuidadosamente en las orzas.
(Fotografías de la celebración de la matanza organizada por la Asociación AVACU)
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